No se trata de empezar a buscar culpables. Si empezaron unos, los otros los siguieron; a fuerza de sumar acritudes, nos vemos rodeados por una bruma espesa, donde flota toda suerte de descalificaciones.
Ya no se debate sobre ideas. Resulta más cómodo destruir una caricatura del adversario. Seguramente es rentable decir que Guillier es un nuevo Chávez, o que Piñera destruirá la red de protección social y se dirige con los ojos inyectados de sangre a cortar cabezas de pacíficos funcionarios públicos. El problema es que esas ridiculeces no son verdad. Y después nos extraña que la gente no quiera saber nada con la política.
Hay, ciertamente, excepciones, pero esos comportamientos resultan cada vez más escasos en lo que parece un enfrentamiento de dos jaurías de lobos. Piñera y Guillier, por su parte, no han hecho lo suficiente para serenar las cosas: en ocasiones, le han echado leña a un fuego que terminará por chamuscarlos. No se trata de «buenismo»: el simple cálculo político debería mover a cuidar las formas. Cuando se transgreden ciertos límites, se lesiona ese prestigio presidencial que necesitará el ganador de las elecciones para gobernar un país indómito.
No hay polis que resista si falta un nivel mínimo de amistad política, enseñaba Aristóteles. Los chilenos deberíamos haberlo aprendido por propia experiencia, si es verdad que la letra con sangre entra. Pero la memoria es frágil y la frivolidad mucha.
Hoy nos parece que la democracia, el respeto a la legalidad, la paz o la estabilidad económica son una parte estable del paisaje, unos elementos tan inconmovibles como el cerro San Cristóbal, que desde siempre está situado en la mitad de Santiago, y no nos cabe en la mente que un día pudiera evaporarse. Pero la política no es así: también los argentinos creían hace 100 años que su país siempre iba a estar entre los diez más poderosos del mundo, y los venezolanos que recibieron a nuestros exiliados hace más de cuatro décadas se sentían orgullosos de su democracia. Todo eso se ve ahora muy lejano. Esos países han descubierto que la política no es parte de la geografía, sino de la cultura, por lo que resulta particularmente frágil e inestable.
Si gana, Guillier probablemente será un mal Presidente, pero eso no puede impedirnos reconocer que es un buen chileno. Más allá de las limitaciones que él y Piñera puedan tener, cuando proponen y defienden proyectos tan distintos lo hacen porque cada uno está convencido de que sus ideas representan lo mejor para Chile. Es muy legítimo discutir con pasión, pero no es justo perder de vista que esta no es una pelea entre los buenos y los malos, sino entre ciudadanos que simplemente piensan distinto.
Todo esto resulta bastante elemental, y parece ridículo tener que recordar unas verdades que deberían formar parte de nuestro ADN republicano. Pero algo sucede en el ambiente que hasta las cosas más elementales parecen haberse olvidado. Espero que la Teletón, que comienza mientras escribo esta columna, ayude a mejorar el clima y nos recuerde que no todo nos desune.
La cuestión es seria: quienquiera que gane, necesitará la colaboración de sus adversarios para resolver ciertos problemas que no pueden esperar. Así, mientras discutimos, los campamentos han aumentado dramáticamente, los niños del Sename siguen desprotegidos, y el problema de la violencia en La Araucanía crece y crece. Tenemos que mejorar nuestras relaciones con Bolivia, conjugar de manera inteligente el crecimiento económico con la protección del medio ambiente, y llegar a acuerdos permanentes en los puertos, para no perder por huelgas veraniegas el esfuerzo de miles de compatriotas en la agricultura.
Estas tareas requieren el trabajo conjunto de gobierno y oposición, en una labor que deberá comenzar el mismo 11 de marzo. De lo contrario, los chilenos del futuro nos mirarán con desprecio: seremos la generación de la vergüenza, aquella que, incapaz de pensar en grande, desperdició un momento histórico.
Tiempo atrás, algunos se preguntaban para qué viene el Papa a Chile. Si han observado el clima electoral durante estos días, constatarán que Francisco presintió que andaríamos en «mala onda». De ahí el lema que eligió para su visita: «Mi paz les doy». (El Mercurio)