Los días después

Los días después

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He estado en Nueva York por unos días: justo los días después del triunfo de Trump. A primera vista no ha cambiado nada. Los árboles con sus conmovedores colores de otoño. En las calles, las masas de gente comprando. Hasta cuándo durará esta normalidad, pienso. ¿Así son de imperceptibles los grandes cambios? Solo en la 5ª Avenida, entre la 56 y la 57, donde está Trump Tower, se nota una inusual algarabía. Es donde Trump recibe a los obsequiosos postulantes a ministro. Una turba protesta con pancartas y cánticos en la vereda de enfrente. Pululan las fuerzas especiales de la policía, quienes han montado barreras para aislar la cuadra. Para las tiendas allí, la normalidad se acabó.

«Mira, yo voté por Hillary, pero estoy feliz», me dice un banquero. «Porque nunca he ganado tanto dinero en la Bolsa como ahora». Y enseguida me hace una pregunta terrible. «¿Esos trabajadores que votaron por Trump tendrán alguna idea de cuánto he ganado? ¿O son ignorantes no más?».

Está claro que en Estados Unidos hay mucha gente ignorante, primitiva, de sesgos ciegos, y en este clima pulula la mentira. Por ejemplo solo el 44 por ciento de los republicanos cree que Obama nació en el país, una calumnia que en su momento divulgaba Trump. Durante las elecciones, ciertos sitios en la red emitían a cada rato noticias falsas, que en Facebook o Twitter eran difundidas como reales. Como por ejemplo que Hillary estaba presa, o que el Papa Francisco apoyaba a Trump. Los usuarios de Facebook terminaron compartiendo más noticias falsas sobre las elecciones que verdaderas. En Twitter los chatbots -robots con algoritmos diseñados para irrumpir en un chat con propaganda política mentirosa- llegaron a originar, desde sus cuentas encapuchadas, casi el 20 por ciento de los posteos electorales.

Este mundo de mentiras digitales prospera en Estados Unidos porque mucha gente cree que los medios tradicionales mienten: ocultan las trampas que estarían incrustadas en el sistema político y económico para favorecer a las élites y perjudicar al 99 por ciento restante. Esta noción conspirativa afloró sobre todo en 2011, con Occupy Wall Street . En esa época venía de la extrema izquierda. Pero hoy día prospera aun más en la extrema derecha.

Fascinante esta confluencia de la derecha y la izquierda en sus extremos. Es mucho lo que comparten. El anti-elitismo desde ya, y la paranoia de que hay un «sistema tramposo». Enseguida, una nostalgia romántica, anti-moderna, por un pasado edénico. En el caso de Trump, por esa época -vaga- en que «América era grande»; en el de la izquierda, por una era -mítica- anterior a las vilezas del consumo y la competencia. También la noción de que la vida es un juego de suma cero: de allí la necesidad de una lucha descarnada entre clases, etnias o naciones. También un rechazo autoritario al imperio de la ley, la prudencia macroeconómica y la libre competencia, por los obstáculos que le ponen a la voluntad política.

Más que entre izquierda y derecha, la lucha que importa hoy es entre políticos moderados que privilegian la razón y la verdad, y políticos rabiosos que se nutren de emociones y de mentiras; políticos que se aferran a valores universales, y políticos que subordinan lo universal a los deseos de su clase, etnia o nación; políticos que se someten a reglas de juego, tanto en sus campañas como en el ejercicio de un gobierno, y políticos que se sienten eximidos de cualquier regla; políticos que ven en su profesión el arte de lo posible, y políticos que la ven como un instrumento para imponer su voluntad, aunque el mundo después se desplome.

Les irá bien a los países que optan por el primer tipo de político. Pero no serán muchos. Porque en el mundo los vientos favorecen a los del segundo.

 

El Mercurio/El Mercurio

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