Lo primero es defender la democracia

Lo primero es defender la democracia

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Para tener una sociedad más justa, es indispensable asegurar la vigencia del Estado de Derecho, proteger la paz y rechazar absolutamente la violencia. Solo la democracia permite que se exprese la diversidad cultural, política, religiosa y filosófica de la sociedad, y crea las condiciones para el respeto de los derechos humanos. Se trata de un pacto de vida civilizada en cuyo corazón está la reivindicación de la libertad, pero que solo puede sostenerse si los ciudadanos reconocemos que tenemos derechos pero también deberes.

Hemos comprobado que la democracia nunca está enteramente a salvo. Puede debilitarse de muchas maneras, entre ellas por la exacerbación del incivismo y la demagogia. La crisis desatada el viernes 18 de octubre dejó de manifiesto que hay grupos que simplemente desprecian los fundamentos de la democracia y están dispuestos a usar cualquier método para socavarla. Decir que se trata de sectores minoritarios es, a estas alturas, una muestra de ingenuidad. Minoritarios y todo, tales grupos probaron tener un inmenso poder destructivo, y hay que tomarlos en serio. Así como dañaron gravemente la red del Metro, pueden atacar otros servicios vitales, y sería imperdonable que no estuvieran alertas quienes encabezan el sistema de protección de la seguridad interior del Estado. Hemos visto el despliegue de la estrategia de “guerra social” que impulsan las corrientes anarquistas y ultraizquierdistas: allí está como evidencia la inmensa destrucción de bienes públicos y privados en Santiago, Valparaíso, Concepción y otras ciudades. El alcalde de Santiago cuantifica los daños en la comuna en 3.000 millones de pesos, que el municipio no tiene.

No hay duda de que los violentos actuaron de acuerdo a un plan diseñado para causar la mayor destrucción posible, sembrar el caos y aterrorizar a la población. El objetivo mayor fue hacer tambalear las instituciones y provocar la caída del Presidente Piñera. No querer ver esa amenaza, o peor aún, asumir una actitud indulgente, nos puede costar muy caro. Ahora bien, ¿qué relación existe entre la acción de los violentos y las manifestaciones pacíficas en favor de un país menos desigual y con menos abusos? En otras palabras, ¿qué vínculo existe entre el denominado “estallido social” y lo que con propiedad debemos llamar “el estallido antisocial”? Hay quienes consideran que son los brazos de un mismo fenómeno, pero ese es un abuso interpretativo. Mucha gente modesta que reclama una mejor atención de salud o quiere que se paguen mejores sueldos, no quiere vandalismo. No solo eso: en solo dos semanas, esa gente ya ha visto empeorar sus condiciones de vida porque se quedó sin supermercados en sus comunas o ya no pueden usar el Metro. Es preferible, entonces, que diferenciemos entre descontento y barbarie, entre catarsis y militancia. Precisamente por eso, no se puede asignar un significado unívoco a la gran manifestación del viernes 25 de octubre. Es cierto que allí hubo un nítido sentido de crítica al gobierno, pero también a la política, a los partidos, al Congreso, y se vocearon consignas muy heterogéneas. Ninguna fuerza política puede dar a esa manifestación una interpretación afín a sus propósitos.

En materia de marchas y concentraciones, es útil recordar lo ocurrido en 2011, cuando las federaciones universitarias agrupadas en la Confech, acompañadas por los estudiantes secundarios, efectuaron cientos de marchas y hasta realizaron una masiva concentración en el Parque O´Higgins. Aquel movimiento fue visto por no pocos políticos oportunistas como la alborada de una nueva época, lo que se expresaba en una especie de hechizo respecto de los dirigentes estudiantiles. Era justo el reclamo de una “educación pública, gratuita y de calidad”, pero eran dudosos los métodos y desmesurada la interpretación revolucionaria del movimiento. Hay que recordarlo al cabo de 8 años, sobre todo si las cosas evolucionaron del peor modo en los mejores liceos públicos y el Instituto Nacional se encuentra en la penosa situación que conocemos por la acción de los fomentadores del “caos creador”.

Nuestro país avanzó en los últimos 30 años en todos los terrenos en los que se juega el progreso, en primer lugar haciendo retroceder la pobreza y creando una enorme clase media que hoy, razonablemente, no quiere retroceder y exige mayores beneficios de parte del Estado. Hay necesidades que deben ser atendidas sin tardanza, como el mejoramiento de las condiciones de vida de los adultos mayores, la mayoría de los cuales reciben bajas pensiones y sufre el alto valor de los medicamentos. Será positivo si el gobierno y el Congreso convergen en el empeño de dar respuesta a los requerimientos más urgentes. Pero hay grupos que no se conmoverán con ninguna agenda social, con ninguna mejora para los sectores vulnerables, porque solo están pensando en fortificar sus trincheras.

Por años, el PC ha tratado de demostrar que Chile debió ir por otro camino al término de la dictadura. ¿Cuál era ese otro camino? Puede deducirse de los férreos vínculos que ese partido mantiene con los regímenes de Cuba y Venezuela. La  decisión del PC de apoyar la acusación constitucional contra el Presidente Piñera, que partió como iniciativa de la diputada Pamela Jiles y luego comprometió al Frente Amplio, deja en evidencia los verdaderos fines que mueven a esa parte de la izquierda que, excitada con el clima de insurgencia, trata de pescar a río revuelto. Sus líderes, en todo caso, están sacando mal las cuentas. Al tratar de “agudizar las contradicciones”, están abonando el terreno a los autoritarios de derecha.

¿Cómo luchar por la injusticia sin generar nuevas injusticias? Tal pregunta no se les pasa por la cabeza a muchos atizadores del fuego que viven confortablemente, por ejemplo los actores de TV, cantantes y figuras del espectáculo que parecen vivir la embriaguez estética de la revolución que se acerca. Usan el lenguaje desaprensivamente para probar que están a la vanguardia de la sensibilidad social, pero no se dan cuenta de lo que puede pasarle a Chile si cunde la inconciencia política. En un video que está en YouTube, la actriz Ana María Gazmuri dijo: «Claro que hay vandalismo, porque hay descontento”, y el actor Daniel Muñoz agregó que la rabia viene desde los gobiernos de la Concertación. Esperemos que el vandalismo y la rabia pasen lejos de sus casas.

Nuestro país experimentó un grave retroceso en estas semanas, y le costará mucho volver al punto en que se encontraba a comienzos de octubre. Muchos comerciantes han sufrido el impacto devastador de los ataques y saqueos. El Imacec de agosto fue de 3,7% y el de septiembre de 3,6%; con el de octubre, ha dicho Sebastián Edwards, darán ganas de llorar. El nuevo ministro de Hacienda, Ignacio Briones, ha dicho que los meses finales de 2019 serán económicamente malos. Hay que agregar que no será sencillo lidiar con los efectos de la contracción económica, por ejemplo, el probable aumento del desempleo. Será necesario establecer prioridades, y paralelamente recuperar la confianza debilitada. Por cierto que será lamentable si muchos inversionistas concluyen que Chile ya no es un buen lugar para invertir.

¿Hubo intromisión extranjera en todo lo ocurrido? Esperemos que la Agencia Nacional de Inteligencia sea capaz de investigarlo a fondo. En todo caso, hay que constatar que Chile ha dado la impresión de estar demasiado desprotegido frente a las maniobras de adversarios inescrupulosos como Nicolás Maduro, que no ha ocultado su satisfacción ante nuestras desgracias.

La mayor exigencia de hoy es restablecer el orden público en todo el territorio. Son indignantes los abusos que han tenido lugar en estos días por la falta de protección de miles de compatriotas en diversas regiones. En la Araucanía, por ejemplo, los miembros de la CAM, incluso armados, cobran peaje en los caminos y han creado un clima de gran inseguridad en la gente más modesta, que hoy se siente completamente desprotegida. Algunos afirman que tenemos un país distinto. Es cierto, pero no para mejor. Chile es menos fuerte en todos los sentidos. Y es muy grande el temor a la violencia y el caos.

Tenemos que defender la democracia sin vacilaciones. Eso implica frustrar cualquier intento de salida extraconstitucional. Es perfectamente válido debatir sobre la aprobación de nuevas leyes e incluso sobre la posibilidad de una nueva Constitución, pero ello debe darse dentro del orden legal que nos compromete. Ojalá la mayoría de los partidos tengan claro que cualquier expresión de aventurerismo puede ser catastrófica.

No podemos volver a perder la democracia. En consecuencia, la mayor responsabilidad colectiva es proteger la paz interna y el imperio del derecho. Ello implica rechazar la violencia y reconocer al Estado el monopolio de la fuerza. Solo la democracia nos protege de la arbitrariedad. Ella es, en esencia, el acuerdo que procura garantizar la paz, la libertad y el derecho. Junto con ponernos metas altas para cambiar lo que debe ser cambiado, debemos proteger lo que merece ser conservado. En otras palabras, soñar con un mundo mejor, pero no ceder a la ensoñación. Debemos ir más lejos, pero no a cualquier lado. Los países no parten de cero; existen la herencia y la acumulación. Eso quiere decir que Chile tiene la posibilidad de ser mejor, pero también peor, incluso mucho peor. La gente mayor debería explicárselo a los jóvenes.

Están en juego la estabilidad y la gobernabilidad. El shock sufrido por nuestra sociedad ha paralogizado a mucha gente que se ha sentido intimidada por la irracionalidad y el fanatismo. Han sido espectadores de un proceso que, por momentos, ha vuelto irreconocible al país. Pero hemos llegado a un punto en que nadie que se identifique con los valores democráticos puede cruzarse de brazos. La obligación cívica es hoy levantar la voz y contribuir resueltamente a que Chile supere la dura prueba de esta hora y refuerce su compromiso con la cultura de la libertad como base del empeño por la justicia.

 

Sergio Muñoz/El Líbero

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