Lo demás es literatura

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El premio Nobel de Literatura de este año, concedido a la escritora bielorrusa Svetlana Alexievich, ha sido un golpe de cátedra de la Academia Sueca al distinguir por primera vez a una autora de no-ficción (una «simple periodista», han dicho algunos) y un golpe al ego a los grandes novelistas que han esperado por años ese galardón. Pero, en realidad, lo que se juega en este sorpresivo Premio Nobel tiene que ver con algo mucho más profundo que una mera disputa sobre la superioridad de la ficción sobre la crónica.

Svetlana Alexievich es una heredera de los grandes escritores «profetas» en habla rusa: Dostoyevski, Pushkin, Tolstoi, Solzhenitsyn, esos colosos que desde la ficción levantaron un espejo desesperado sobre su tiempo, y profetizaron o testimoniaron los horrores que viviría Europa en el siglo XX. Lamentablemente ellos tuvieron razón: millones de seres humanos anónimos fueron asesinados por totalitarismos demenciales en nombre de grandes «verdades» que resultaron ser máscaras del mal para disfrazar su verdadero rostro. Pero la gran literatura no sirvió para cambiar el curso de la historia. Hubo que ver el Holocausto, las fosas comunes de Stalin y la lista interminable de genocidios en un siglo de pesadilla para que Occidente se diera cuenta de que esas profecías no eran simples alucinaciones de imaginativos escritores de ficción. Y la realidad terminó por superar a la ficción.

Las palabras se quedaron cortas para describir el horror y no le devolvieron la esperanza o la vida a nadie. Tal vez por eso el poeta Paul Celan dijo que después de Auschwitz no se podía escribir poesía. ¿Qué rol juegan la literatura y el arte en un mundo donde la esperanza ha sido arrasada? Dostoyevski creía que solo la belleza salvaría al mundo. Svetlana Alexievich, en cambio, decidió descender al infierno contemporáneo, a escuchar los gritos y llantos o susurros de sus víctimas. Es difícil encontrar belleza en este viaje al fondo de la noche. En sus libros los que han sufrido la historia la cuentan directamente, ya no hay un narrador ni una trama ficcional como intermediario de la realidad. Esto parece contradecir a T. S. Eliot, que decía que el ser humano «no soporta demasiada realidad». Pero ahí están, interpelándonos, los rostros de mujeres, niños y hombres sirios cruzando a nado los últimos metros que separan sus frágiles embarcaciones de una orilla que ellos creen que es su última esperanza.

En un tiempo en el que las instituciones, las grandes «verdades» y relatos se han pulverizado, y en el que la identidad de Europa se está desintegrando, tal vez la única verdad que valga la pena escuchar sea la de esos seres humanos que han cruzado el infierno a pie o a nado, al descampado, solo con su frágil y precaria humanidad, o lo que queda de ella. Ellos son los «autores» de los libros de Svetlana Alexievich. En el famoso poema «El Profeta», de Pushkin -que Dostoyevski recitaba de memoria-, es Dios quien le arranca la lengua y el corazón al escritor y le encomienda ir a «quemar» con una palabra llameante a los otros hombres.

A Svetlana Aliexievich son los seres humanos de una sufrida Rusia los que le arrancaron el corazón y la conminaron a escribir en su nombre. Ahí está su libro sobre Chernobyl que deja en el lector una huella tan quemante e imborrable como la de la radiactividad que envenenó a cinco millones de personas. ¡Cinco millones de personas! Pero ya nada nos asombra. Y las guerras y las matanzas continúan. ¿Y para qué sirven la literatura y los grandes discursos? Es como si la crisis de los «grandes relatos» hubiese arrastrado también con ellos a los relatos de ficción. Para esta documentalista de la palabra llegó la hora de escuchar no a los que «hacen» la historia, sino a quienes la «padecen», seres humanos apenas, una frágil hoja barrida por la tempestad, como le dice el desesperado Job en su impotente interpelación a Dios, un Dios que enmudece. Lo demás es literatura…

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