Las variadas almas de la propuesta constitucional

Las variadas almas de la propuesta constitucional

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Una mirada global a la propuesta de nueva Constitución muestra una tensión entre diversos aspectos de diseño. Señalo aquí dos ejemplos.

En la crítica que se ha hecho al modelo de la Constitución vigente, neoliberal según sus detractores, nunca se niega el evidente avance que ha tenido Chile en materia económica en los últimos 30 años. Lo que se cuestiona es que este modelo exitoso en lo económico no ha extendido sus resultados a toda la sociedad y ha acentuado brechas de desigualdad.

Su talón de Aquiles no sería la falta de creación de riqueza, sino la forma de distribución. Se podrá compartir o no esta idea —en lo personal la comparto—, pero en ningún caso se puede negar que tiene racionalidad. Con un PIB per cápita en torno a los US$ 16.000 a 2021, con una cultura empresarial emergente desde hace un par de décadas, unas reglas del juego claras, con un Estado que no inhibe la iniciativa privada y tiene instituciones razonablemente eficientes, podría ser viable un modelo de Estado social de derecho y el financiamiento de derechos sociales de prestación.

Sin embargo, la propuesta de la Convención no se limita a introducir una corrección al modelo, sobre la base de amplios derechos sociales, sino que contempla modificaciones sustanciales al mismo. No solo cambia el régimen bajo el cual se desarrollarán diversas actividades económicas (autorizaciones de agua incomerciables: concesiones sobre porciones de agua y fondo de mar que no generarán derechos de propiedad; prohibición de cláusula de arbitraje para tratados de inversión extranjera en todos los casos que pudieran someterse a tribunales administrativos —que son la mayoría—, etcétera), sino que otorga un derecho a los trabajadores, no condicionado a regulación legal en su contenido, para participar de las decisiones de la empresa.

Este es un cambio copernicano: la propiedad sobre el capital deja de otorgar, a su dueño, la decisión exclusiva de la conducción económica, y ella pasa a ser compartida por los trabajadores. La buena noticia, supongo, para los autores de esta propuesta es que, si esta regla se toma en serio, efectivamente se desmonta un régimen capitalista, en la medida en que la decisión sobre medios de producción ya no está asociada solo a la propiedad, sino que es compartida por la fuerza de trabajo involucrada. Lo relevante es que no se permite que el juego democrático determine el contenido y amplitud de las decisiones en las que participarán los trabajadores: solo los mecanismos. A esto hay que agregar que la negociación colectiva también podrá ser territorial. Mientras que tanto la negociación por empresa o por rama tiene una lógica económico laboral, la negociación por territorio solo se puede construir sobre la base de una contraposición genérica entre trabajadores y empleadores.

En el fondo, más que un mecanismo para lograr condiciones favorables para todos los trabajadores de un territorio, es un instrumento para sincerar y eventualmente activar el conflicto de intereses entre aquellos y estos. Así, mientras la proposición apuesta en dirección a un ambicioso objetivo de derechos sociales de prestación, elimina aspectos en que el actual modelo económico podría considerarse exitoso en la generación de la riqueza.

Una segunda contradicción se observa en el modelo de democracia participativa. La propuesta pone mucho énfasis en profundizar la participación, introduciendo mecanismos de democracia directa en varios casos. Pero por otro lado, genera la posibilidad de neutralizar el poder del pueblo soberano al consagrar el derecho a huelga para cualquier interés definido por un sindicato —o sea, huelga por motivos políticos— y el otorgar este derecho a funcionarios públicos sin otras restricciones que las de salud, defensa y orden y seguridad pública.

Lo que eso implica es incluir, por diseño, la posibilidad de que las decisiones de la autoridad elegida por el pueblo sean enfrentadas y enervadas por paros generalizados legítimos, no solo del sector privado, sino de la mayor parte del sector público, frente a políticas o el nombramiento de autoridades que no les gusten a los sindicatos. Esa contradicción entre el poder del pueblo y el de los sindicatos es innegable e irresoluble, a menos que uno considere que los únicos que verdaderamente expresan la voluntad del pueblo son los trabajadores organizados. (El Mercurio)

Eduardo Aldunate Lizana