La violencia y sus máscaras

La violencia y sus máscaras

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El 18 de octubre que acaba de pasar —y donde la barbarie se ha reiterado como un rito neurótico— obliga a examinar la forma en que en Chile se está encarando la cuestión de la violencia.

Se está eludiendo su condena o se la está relativizando. Y para hacerlo se esgrimen falacias intelectuales que es urgente denunciar y poner de manifiesto.

Una de las formas de relativizar la violencia o eludir su condena es tender una trampa semántica. Esta consiste en llamar violencia sin más no solo a los actos de coacción física, sino también a diversas situaciones de injusticia, desde la discriminación de clase a la carencia de bienes básicos. De esta forma, los incendios o la fuerza ejercida sobre la voluntad ajena son presentadas como una reacción frente a otras formas de violencia, solo que estas últimas —se dice— no son físicas, sino simbólicas o estructurales. La vida social sería pues un campo de batalla donde una forma de violencia, la fuerza, es reacción frente a otra forma de violencia, la injusticia.

Esa extensión del término permite que los actos coactivos y el ejercicio de la fuerza aparezcan como violencia que responde a otra violencia. Esta equiparación de la fuerza y la coacción con las situaciones de injusticia provee una coartada falsamente moral a quienes ejercen la violencia o con su silencio o su ambigüedad la cohonestan. Después de todo, si la quema de iglesias, la destrucción cotidiana, son una reacción frente a otra violencia no física, ¿qué razón habría para condenarla? Pero es fácil comprender que con ese razonamiento (que descansa en la falacia de que todo es violencia, la falacia del género sumo según la cual todos los gatos son pardos) debiéramos disponernos a ejercer la coacción contra el prójimo en vez de perder el tiempo dando argumentos o procurando persuadir.

Suele decirse también que la violencia está en la naturaleza que hay en cada uno de nosotros. Pero esta constatación es otra falacia, puesto que el hecho de que seamos naturalmente violentos o que, una vez presentada la oportunidad, estemos dispuestos a comportarnos violentamente no le confiere a la violencia legitimidad ni ética ni jurídica. La constatación fáctica de esto o aquello es una cosa, su valoración ética o jurídica es otra distinta. La reflexión ética y jurídica consiste justamente en detenerse a pensar si la naturaleza que hay en nosotros puede tener la última palabra a la hora de saber cómo debemos comportarnos. Nadie enseñaría a sus hijos que deben comportarse como sus impulsos naturales les ordenan. Por el contrario enseñamos a nuestros hijos a preguntarse si acaso aquello que sienten como una pulsión natural debe o no ser seguida o si, en cambio, ha de ser contenida por la voluntad.

Una versión de lo anterior es la vieja frase (está en Hegel y también en Marx, aunque se las malentiende) según la cual la violencia es la partera de la historia, con lo cual se quiere decir que el quehacer humano, cuando se lo mira en perspectiva, siempre ha avanzado a punta de golpes a veces dramáticos. Esta es también, por supuesto, una falacia que esgrime el pasado para eludir el juicio moral. Se trata de otra trampa que es, en realidad, una forma elusiva e hipócrita de descreer de la democracia. Si en efecto creyéramos que los cambios sociales son inevitablemente el fruto de la violencia, de manera que donde ella no existe el cambio no se produce, careceríamos de razones para cuidar y preferir la democracia, que es el compromiso de competir pacíficamente por el poder. La voluntad democrática, desde este punto de vista, sería una forma de cinismo: se participaría de la vida democrática a sabiendas de que es un juego de máscaras que más temprano que tarde acabará en la fuerza. Es obvio que la cultura democrática no puede consentir tal cinismo.

En fin, suele decirse que la violencia es nada más que de unos pocos, de manera que no hay que exagerar ni la alarma ni la condena. Este es otro profundo error intelectual. Todos los fenómenos de masas, y para qué decir la violencia que encuentra en ellos ocasión para desplegarse, son el fruto de minorías (por eso Hume dijo que lo más sorprendente de la condición humana era la facilidad con que “los muchos son dirigidos por los pocos”). Esta falacia incurre en el error de atender al número de quienes la ejercen, cerrando los ojos a los efectos que la violencia produce.

Hay que salir una y otra vez al paso de esas falacias que al enmascarar la violencia permiten que se cuele poco a poco en la vida colectiva y que nos vayamos, sin darnos cuenta, acostumbrando a ella, como si fuera una vicisitud ordinaria de la convivencia, hasta olvidar el principio fundamental que está a la base de la vida democrática y que, este sí, hay que repetir una y otra vez con regularidad ritual: la democracia permite todas las ideas y todas las formas de vida y la prosecución de todos los fines, a condición que se persigan y promuevan excluyendo la fuerza y la coacción física sobre el prójimo. (El Mercurio)

Carlos Peña

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