La PUC, de un Papa a otro

La PUC, de un Papa a otro

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Se han multiplicado las críticas a la Iglesia Católica en los últimos días. Comunicadores, intelectuales e incluso eclesiásticos, muchos han sido los que han protestado por esto y por lo otro.

Algunos han sido sinceros, porque esperan más, mucho más, de nosotros los católicos. Otros han sido hipócritas, porque nunca han querido más, sino justo todo lo contrario, cada vez desean menos y por eso, cuando creen que van consiguiendo sus objetivos, simplemente ponen el acelerador más a fondo.

También ha habido una sincera autoexigencia en quienes profesamos la fe católica. La presencia en Chile del Papa Francisco era la mejor ocasión para hacerlo.

La Conferencia Episcopal, las parroquias, las ONG, las instituciones de la Iglesia con sus carismas específicos, sus colegios y universidades, todos, todos estamos aprovechando la oportunidad de examinar nuestro comportamiento. Y porque se nos pide más, tenemos que dar más.

En la Pontificia Universidad Católica de Chile hemos tenido el privilegio único de recibir a dos pontífices en apenas 30 años. Llegaron a su casa.

Pero ese privilegio es también, obviamente, una responsabilidad superior.

En abril de 1987 -estuve ahí-, Juan Pablo II nos pidió «no caer en la tentación de recurrir a ideologías ateas o transidas de materialismo teórico-práctico».

¿Cómo hemos respondido?

En parte hemos fallado. La evidencia es incontrastable, porque la universidad ha acogido tanto a profesores abiertamente marxistas o liberacionistas como a académicos liberales, partidarios del agnosticismo y de la legalización del aborto y de las drogas. También hemos sufrido derrotas en la formación de nuestras juventudes, ya que durante años los alumnos han escogido federaciones de estudiantes gramscianas o guevaristas. Y debemos asumir también nuestra responsabilidad cuando comprobamos que en diversos ambientes de la universidad hay permisividad, secularización y anticristianismo. El que quiera negarlo, que camine con la vista vendada por nuestros campus.

Pero también hemos sido luchadores y fieles.

La defensa de nuestra autonomía, de nuestros principios y de nuestro estilo educativo que han hecho los rectores Vial, Rosso y Sánchez en los últimos 30 años ha sido señera. Lo ha sido hacia afuera de la universidad -desde donde han venido tantas amenazas- y lo ha sido hacia dentro, para que los profesores titulares convencidos de la importancia de nuestra tarea formativa podamos ejercer una libertad de cátedra en perfecta sintonía con la misión de la universidad. Cuántos de nosotros podemos decir con profunda gratitud: «¡Me han dejado hacer lo que he querido y he querido el bien de mis alumnos!».

Y ahora, el Papa Francisco, en inolvidable encuentro, nos ha vuelto a desafiar. Nos ha dicho que «es necesario enseñar a pensar lo que se siente y se hace; a sentir lo que se piensa y se hace; a hacer lo que se piensa y se siente. Un dinamismo de capacidades al servicio de la persona y de la sociedad». De nuevo el rechazo a la ideología reductora, de nuevo la exigencia de una oferta de formación que integre a Dios, a la persona humana y a la naturaleza, porque se trata de proponer «un renovado humanismo que evite caer en todo tipo de reduccionismo».

Eso, por cierto, el Papa lo ha enmarcado en la necesaria autonomía con la que debe seguir contando la universidad, al afirmar que nuestro rector ha defendido «con coraje la identidad de la Universidad Católica».

A futuro, los críticos de la Iglesia Católica tendrán razón si desde nuestra universidad no somos capaces de articular los desafíos de Juan Pablo II con las demandas de Francisco. Pero si algo logramos, será para el bien de todos, también de ellos. (El Mercurio)

Gonzalo Rojas

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