El movimiento estudiantil de 2011 aceleró lo que José Joaquín Brunner -en columnas publicadas en este mismo espacio- denomina la circulación de las élites, un proceso de renovación y recambio del grupo de personas que en una sociedad se encuentran dotados de cuotas de poder e influencia -formal o informal- para intervenir en sus decisiones colectivas. Al respecto, ha sido frecuente que los analistas adjudiquen a la élite chilena de los últimos lustros una desconexión o desafección respecto al país que deberían orientar y servir -en tanto de ella se desprende, por lo general, buena parte sino toda la élite “ejecutiva” y también la empresarial-.
Su concentración en las “tres comunas”, donde reside la gran mayoría de sus integrantes, allí donde las condiciones materiales de la existencia cotidiana difieren notoriamente de las que enfrentan los chilenos en el resto del país, simbolizaría casi a la perfección esa desconexión. Los que allí habitan vivirían en “otro país”, desafectados de los dolores y urgencias del “país real”, donde la falta de oportunidades, la precariedad y la delincuencia serían la tónica dominante.
Sin embargo, el éxito de los “30 años”, un periodo de nuestra historia reciente que últimamente ha recuperado el reconocimiento perdido en la última década, contradice en no poca medida esta mirada de una élite refugiada en su palacio de invierno, gozando de sus esplendores y ajena a los avatares de la mayoría atribulada. Los progresos más significativos del país -la superación de la pobreza, la reducción de la desigualdad y el goce de los bienes de la modernidad por parte de amplios sectores de la sociedad chilena- fueron gestados por las élites políticas y tecnocráticas que en gran número residían en las “tres comunas”, sin que ello les impidiera impulsar las políticas públicas que posibilitaron esos enormes logros. De hecho, todos los mandatarios que han gobernado el país desde la recuperación de la democracia, y también la gran mayoría de las autoridades del Parlamento, han sido residentes de las “tres comunas”.
En consecuencia, no sería este el rasgo -el lugar de residencia en el territorio- el factor que explicaría esa desconexión, que implicó la desatención de problemas acuciantes que ameritaba nuevas políticas para hacerles frente. ¿Cuál sería entonces?
Una nueva generación de jóvenes emergidos desde las marchas y concentraciones del movimiento estudiantil -y no pocos desde la “escuela tomada”, la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile-, dio el salto sin mediar escalas a las más altas esferas del poder político, ganando espacios en la Cámara de Diputados e, incluso, una posición en el Senado, para luego conquistar la Presidencia de la República y el Poder Ejecutivo, sin olvidar algunas de las más apreciadas alcaldías del país. Su visión del país era sobrecogedora: Chile se había transformado en la cuna del neoliberalismo y aquí había echado raíces la desigualdad más alta del mundo. El crecimiento económico, creyeron a pie juntillas, se lo quedaban los ricos y no chorreaba hacia abajo en la pirámide social. Que duda cabía, un país de esas características había que refundarlo. Reemplazar la Carta Fundamental de los cuatro generales, la “Constitución tramposa” (Atria dixit), responsable de semejante estado de cosas era indispensable. La propuesta de la Convención Constitucional se transformaría en la práctica en el programa de gobierno del Presidente Boric.
Los hijos de la modernización capitalista, que había impulsado la superación de la pobreza extrema y que había elevado al país a mejores niveles en dimensiones como la calidad de la democracia, desarrollo humano, salud, infraestructura, renegaban abiertamente de ella desconociendo las virtudes de los notables avances que había experimentado el país.
Hasta que el contundente rechazo de la propuesta constitucional reveló la profundidad de la desconexión de la nueva élite gobernante, que propugnaba la refundación del país -el país gestado en los “vilipendiados” 30 años- y los grupos medios mayoritarios en el país, que rechazaron de plano semejante posibilidad.
No hay otro ejemplo reciente de una élite que haya errado tanto en la lectura del país como la de la generación de jóvenes de la nueva izquierda, elevada de pronto a las más altas posiciones del poder, para descubrir desde allí la insalvable magnitud de su error: la idea que se había forjado de Chile -el país que se proponía refundar- no se asemejaba ni de cerca al país real, acosado por la inseguridad, por el estancamiento económico y por la falta de horizonte de progreso. Fue necesario recurrir a los más experimentados líderes del denominado socialismo democrático para mitigar sobre la marcha un error de cálculo de esas proporciones (los nuevos ministros Elizalde y Delpiano son sólo la muestra más reciente).
Entretanto, la inevitable circulación de las élites sigue su marcha inexorable y se apresta para el necesario recambio. Es improbable que se mantengan allí las que fueron algunas de las figuras más rutilantes de la última década, jóvenes de una generación que alcanzó el poder a toda prisa, con un cúmulo de ideas equivocadas, para dejarlo -ya no queda casi nada- sin pena ni gloria. (El Líbero)
Claudio Hohmann



