La reciente visita de Volodímir Zelensky a Washington y su encuentro con el Presidente de Estados Unidos ha desatado una serie de interrogantes acerca del futuro de la guerra en Ucrania. Las expectativas de un apoyo ilimitado por parte de Occidente chocan con la realidad de una “fatiga de guerra” cada vez más palpable, tanto en la Unión Europea como entre los votantes estadounidenses. Mientras tanto, los esfuerzos de Zelensky por convencer a los líderes demócratas y a la sociedad norteamericana de la necesidad de continuar financiando la resistencia han generado tensiones notables con la administración actual. En este contexto, cabe preguntarse: ¿cuáles son las verdaderas posibilidades de que Ucrania revierta el curso del conflicto? ¿Hasta dónde llega la legitimidad de Occidente para mantener o escalar el enfrentamiento con Rusia? ¿Y qué alternativas se vislumbran para evitar una prolongación indefinida de la tragedia bélica?
No pretendo erigirme en experta en asuntos militares, un ámbito que exige no sólo amplios conocimientos geopolíticos sino también información técnica en gran medida reservada a círculos especializados. Sin embargo, frente a un discurso casi monolítico en la mayoría de los medios occidentales, considero oportuno aportar algunos datos que permitan explorar aristas menos transitadas y, de ese modo, enriquecer la reflexión sobre un conflicto tan complejo como trascendental.
La “encerrona” de Zelensky y la fatiga de guerra en Estados Unidos
El famoso encuentro de Zelensky con Trump en el Despacho Oval de la Casa Blanca ha sido interpretado como una humillación para el líder ucraniano, pero también puede verse como un llamado de atención para que reconozca las debilidades de su posición. Aun cuando la agresión rusa sigue siendo —moral y jurídicamente— un hecho reprochable y casi nadie en Occidente duda de ello, las preguntas cruciales se centran en la posibilidad real de revertir la situación tras tres años de conflicto. Ucrania depende en gran medida del respaldo de EE.UU., pero la paciencia de la opinión pública está menguando. Trump tiene un mandato, como él mismo lo expresó, y es terminar la guerra. La Unión Europea gesticula y patalea sin ser capaz de asumir el costo financiero y militar que implica una eventual retirada de EE.UU. o un aumento radical de la ayuda a Kiev.
El incidente con el senador demócrata Chris Murphy, quien se reunió con Zelensky antes de que viera a Trump y posteara en X “Just finished a meeting with President Zelensky here in Washington. He confirmed that the Ukrainian people will not support a fake peace agreement where Putin gets everything he wants and there are no security arrangements for Ukraine”, ilustra la tensión interna en la política estadounidense. Murphy, investigado por la Ley Logan tras encuentros no autorizados con el régimen iraní, ha sido uno de los defensores más vocales de una línea dura contra Rusia. Sin embargo, este tipo de maniobras políticas parecen alejar aún más la posibilidad de un consenso nacional acerca de qué hacer con la guerra en Ucrania. Los americanos mayoritariamente no avalan continuar con el mayor peso de la ayuda.
A lo largo de los cincuenta minutos que duró la entrevista, Trump mantuvo un tono cordial, pero explotó cuando Zelensky, tras contradecirlo en varios momentos, afirmó que “el océano no lo protegerá” de las amenazas rusas. Para Trump, esto fue un exceso: un mandatario extranjero no está en posición de dictar a Estados Unidos qué debe temer ni a quién debe considerar enemigo. Elegir al enemigo es un privilegio del poder, y el poder real —en este caso, el militar, el económico y el político— está del lado estadounidense.
A ello se suma el componente democrático: Trump, en su papel de presidente electo tras un proceso comicial, ostenta un “mandato” otorgado por el pueblo estadounidense. Zelensky carece de tal legitimidad en cuanto a imponerle políticas exteriores o líneas rojas. Y, en el trasfondo, subyace la idea presente en Trump de que el poderío de Rusia, con un arsenal nuclear considerable, aconseja avanzar hacia una solución negociada más que hacia la escalada.
Zelensky no comprende —o ignora deliberadamente— una verdad amarga: aquellos con los que siente mayor afinidad (globalistas occidentales, la izquierda estadounidense, los europeos) tienen en 2025 muy poco poder para auxiliarlo. Y quienes no le simpatizan o a quienes busca avergonzar —como en su visita en modo campaña al demócrata Scranton, Pensilvania, en septiembre de 2024— son en realidad los únicos que tienen la capacidad real de salvarlo.
La propuesta de Trump a Zelensky: reconstrucción y disuasión
Antes de ese momento de tensión, Trump ofrecía a Zelensky un acuerdo basado en tres pilares:
- Reconstrucción económica realista
Un fondo coadministrado entre EE.UU. y Ucrania, financiado por la explotación de minerales raros ucranianos, cuyo fin es exclusivamente la reconstrucción del país. Se buscaba evitar “cheques en blanco” y asegurar que cada dólar se dedicara de forma transparente a la infraestructura y la economía ucraniana devastadas. - Disuasión estratégica sin OTAN
El plan no contemplaba la adhesión de Ucrania a la Alianza Atlántica, pero sí una presencia prolongada de EE.UU. a través de inversiones. Se pretendía que Rusia entendiera que cualquier agresión futura amenazaría inversiones y activos estadounidenses, algo que sirviera como factor de contención y disuasión, pero que le permitiera a Trump avanzar sin el rechazo de sus mandantes. - Apoyo estadounidense condicionado
El respaldo de EE.UU. no sería indefinido ni incondicional; Zelensky debía aceptar el modelo de reconstrucción financiado con sus propios recursos. Una suerte de “Plan Marshall” donde Ucrania participase activa y responsablemente en su recuperación, sin trasladar todos los costes al contribuyente estadounidense.
El trasfondo histórico: Rusia antes que Rusia
No se puede ignorar el componente histórico que lleva a muchos rusos a considerar Ucrania parte de su identidad nacional. Como recordaba el periodista español Manuel Chaves Nogales, la Rus de Kiev fue el germen del Estado ruso, anterior incluso a la consolidación del poder en Moscú. Tras la caída de Constantinopla en manos de los otomanos, Rusia se erigió en la llamada “tercera Roma”, disputándose durante siglos la influencia en los Balcanes, el Mar Negro y los estrechos vitales para su acceso a mares cálidos.
Con el fin de la Guerra Fría, los líderes rusos —Gorbachov, Yeltsin, Putin— intentaron acercarse a Occidente, llegando incluso a plantear su ingreso en la OTAN. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos y mandos atlánticos rechazaron de plano tal idea; en cambio, Turquía, la “segunda Roma” islámica, sí forma parte de la Alianza. Sumado a ello, los rusos creen que la promesa de James Baker a Gorbachov en 1990 — “la OTAN no se expandirá ni una pulgada hacia el Este” — fue violentada con las sucesivas incorporaciones al bloque.
Bajo esta óptica, la invasión de Ucrania es vista en Moscú como un acto de “restauración” de su esfera de influencia perdida. No se trata de estar o no de acuerdo, sino en entender al adversario.
Europa y la ambivalencia: ni paz ni victoria
Abundan las voces en Europa y Canadá que proclaman que Ucrania “debe defenderse” y “resistir la agresión rusa”. Sin embargo, la ayuda militar efectiva y contundente no ha estado a la altura de tales consignas. Alemania, por ejemplo, mantiene vínculos energéticos cruciales con Rusia (desde la provisión de gas hasta diversos acuerdos comerciales), lo que actúa como un freno a toda escalada seria de sanciones o envíos masivos de armamento. Además, el viejo continente está poco dispuesto a arriesgarse a un conflicto abierto en su territorio con un rival que, según estimaciones, posee alrededor de 5.000-6.000 ojivas nucleares.
Esta ambivalencia se hace patente en múltiples ocasiones en que se ha dejado entrever que el apoyo militar occidental está concebido esencialmente para la defensa de Ucrania dentro de sus fronteras, y no para operaciones ofensivas de envergadura en suelo ruso. Por ello, ciertos líderes europeos han recomendado o instado a Kiev a abstenerse de acometer acciones militares que crucen determinadas líneas rojas, como ataques directos sobre Moscú. Es paradójico que quienes animan a Zelenskyy a endurecer su posición no proveen los medios ni los recursos necesarios para ganar una guerra prolongada ante un gigante militar como Rusia. Proclaman una nueva postura de independencia y poderío frente a EE. UU. Sin embargo, eso requeriría recortar sus estados de bienestar, impulsar el fracking, apostar por la energía nuclear, dejar de lado la obsesión verde y dedicar entre el 3% y el 5% de su PIB a defensa. Estados Unidos no solo financia el 16% del presupuesto de la OTAN, sino que también soporta aranceles desiguales que generan a la Unión Europea un superávit comercial de 160 mil millones de dólares; además, hace de “policía mundial” patrullando rutas marítimas, disuadiendo terroristas y regímenes delincuentes que podrían perturbar las redes comerciales europeas, y a la vez extiende un “paraguas nuclear” de 6.500 ojivas que, de facto, protege a Europa.
Mientras algunos líderes europeos continúan emitiendo declaraciones firmes de respaldo a Ucrania, las acciones concretas —tanto en términos de envío masivo de armamento como de inversión en capacidad militar propia— brillan por su ausencia. Así, la retórica de mayor independencia de Estados Unidos y de “autonomía estratégica” chocan con la realidad de unos presupuestos de defensa mínimos y una alta dependencia del gas ruso. La reelección de Trump —y su firme mensaje de que el compromiso de EE.UU. no es ilimitado— deja a los europeos ante el espejo de su propia retórica.
Alianzas con dictadores: pragmatismo histórico
No sería la primera vez que Estados Unidos y Europa se enfrentan a un dilema moral en la política exterior y optan por alianzas que, a priori, contradicen sus principios democráticos. En la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt y Churchill se aliaron con Stalin contra Hitler. En la Guerra Fría, Eisenhower apoyó a la autoritaria Corea del Sur frente a la comunista del Norte. Nixon se acercó a la China de Mao para debilitar al bloque soviético. Siempre que ha sido necesario contener a un enemigo mayor, Occidente ha cerrado filas con gobiernos poco afines a sus valores. En eso está Estados Unidos. En cambio, Europa pretende continuar con la guerra, pero la voluntad de alianza es más verbal que práctica. Y es que, más allá del discurso, los intereses de seguridad y económicos de Europa frenan el apoyo absoluto a Zelensky.
Por otra parte, los que invocan que una paz con Rusia dejaría a Europa a merced de Putin (“paz para hoy e invasión de Europa para mañana”), ¿de verdad piensan que Rusia tiene el músculo y las ganas de enviar tanques a Berlín, Helsinki y Varsovia? ¿A pesar del temor histórico (y por el que se siente comprensión y respeto) de Polonia, Finlandia o los países bálticos, es plausible que Rusia invada países miembros de la OTAN? ¿Lo toleraría Estados Unidos, le conviene un conflicto fratricida en Europa? Por supuesto que no. Al contrario, el principal riesgo para Europa es una escalada bélica en su propio continente entre potencias nucleares. Por otra parte, Rusia no posee la misma capacidad geopolítica de la extinta URSS de la Guerra Fría. Su economía es relativamente pequeña en comparación con la de Estados Unidos o la Unión Europea, su diplomacia sufre aislamiento internacional y su base industrial militar presenta limitaciones, como se ha visto en Ucrania. Postular que Moscú se convertiría de la noche a la mañana en una potencia hemisférica capaz de desestabilizar todo Occidente (incluida Latinoamérica) ignora la realidad del Kremlin.
Reflexión final: una nueva realidad
¿Qué opciones reales quedan para Zelensky? ¿Esperar un eventual regreso demócrata a la Casa Blanca? ¿Confiar en una Europa rearmada y dispuesta a arriesgarse? ¿Pactar con Trump y organizar un corredor comercial y una zona desmilitarizada al estilo coreano? Sin el respaldo decidido de Estados Unidos, Ucrania enfrenta una guerra costosa y sin perspectivas de victoria.
Esta situación corrobora una verdad histórica: la dependencia del apoyo exterior somete la soberanía de la nación a los intereses de otros actores. Las democracias occidentales, cuando actúan con realismo, priorizan sus objetivos estratégicos y económicos, por encima de cualquier idealismo retórico. En un mundo sometido a constantes cambios de gobierno y de orientación política, los aliados de hoy pueden volverse renuentes mañana. Y viceversa.
Por ello, si Ucrania quiere sobrevivir y Occidente anhela cierta estabilidad, tendrán que adaptar sus pretensiones a una nueva realidad que no admite cheques en blanco ni guerras eternas. Tal vez sea hora de que Zelensky y sus consejeros reconozcan la necesidad de una salida negociada y de que Europa defina de una vez si está dispuesta a sostener con hechos lo que proclama con palabras. Solo así se evitará que el presente conflicto derive en una catástrofe prolongada que desborde las fronteras ucranianas y el propio orden internacional.
Al final, el juego geopolítico está guiado por intereses propios y cálculos de poder, no por emociones ni gestos simbólicos. Consciente de ello, Trump, en su papel de presidente con un claro mandato democrático, propone un camino basado en la reconstrucción, la disuasión y la responsabilidad financiera compartida. Zelensky, por su parte, debe decidir hasta qué punto puede aceptar esos términos antes de que sea demasiado tarde para su país. La soberanía y la libertad de una nación son bienes frágiles que a menudo quedan atrapados entre las ambiciones foráneas y los límites internos para defenderse. Reconocer la realidad y negociar desde ella podría ser el único antídoto contra la perpetuación de una guerra cuyo precio, en vidas y recursos, difícilmente beneficie a nadie en el largo plazo.
Y es que la historia reciente de las relaciones transatlánticas demuestra que, pese a los discursos grandilocuentes, solo la determinación financiera y militar concreta puede marcar el rumbo de un conflicto de esta magnitud. En 2025, con Trump de nuevo en la Casa Blanca, la distancia entre lo que se dice y lo que realmente se hace no solo evidencia la fragilidad del apoyo a Ucrania, sino la complejidad de un orden internacional cada vez más centrado en intereses nacionales y menos en consensos retóricos.
Tal vez sea este segundo mandato de Trump, y la incertidumbre europea, la prueba más clara de que en la geopolítica contemporánea, la palabra final sigue perteneciendo a quienes están dispuestos a asumir costos reales, y no solo a quienes enarbolan banderas morales. (El Líbero)
Eleonora Urrutia