A poco menos de ocho meses de su realización, la elección presidencial -que dará por triunfador al noveno Presidente de la República desde 1990- asoma del todo impredecible. Proyectar los resultados más probables se ha vuelto un ejercicio de alto riesgo. Esto no es nuevo. Ya ocurrió, vale la pena recordarlo, en 2021. En marzo de ese año nadie habría pronosticado que José Antonio Kast y Gabriel Boric serían finalmente los candidatos que competirían en la segunda vuelta de la elección presidencial en la que el centro político -la centroizquierda y la centroderecha- quedarían por primera vez a la vera del camino.
De hecho, hace justo cuatro años que sin mayor estridencia -no fue la noticia política del día- Convergencia Social proclamó a Gabriel Boric como precandidato presidencial. No contaba entonces con el mínimo requerido de adherentes para constituirse como partido político nacional, lo que logró trabajosamente dos meses después, justo a tiempo para inscribir el nombre de su candidato en la primaria de la izquierda. Hasta ahí pocos sospechaban que se trataba de una candidatura competitiva, una que daría una mayúscula sorpresa al derrotar con claridad a Daniel Jadue en julio de 2021, que llegaba a esa instancia posicionado en lo más alto de las encuestas políticas.
También la primaria de Chile Vamos dio otra gran sorpresa ese año: Sebastián Sichel dejó en el camino a Joaquín Lavín, el candidato de la UDI que llegaba a la competencia posicionado -junto a Jadue- entre los políticos de mayor preferencia electoral en los estudios de opinión pública. Por su parte, la de José Antonio Kast fue una imprevista novedad. No había ocurrido que, sin participar en una primaria, un candidato -Kast se inscribió directamente para la primera vuelta del 21 de noviembre de ese año- pudiera ser no sólo competitivo, sino que alcanzara el primer lugar de esa contienda, superando a Gabriel Boric -que a la postre lo derrotaría en la segunda vuelta.
Fue el primer aviso: las primarias ya no eran una posta obligada para alcanzar la segunda vuelta de una elección presidencial. Se han transformado, de pronto, apenas en una opción cuya conveniencia los partidos políticos y los candidatos evalúan hasta el último momento antes de cumplirse el plazo para inscribir a los candidatos. Participar o no en una primaria se ha vuelto, entonces, en una decisión estratégica que requiere de un fino cálculo político, y en una apuesta que se hace un contexto cada vez más dinámico y menos predecible (no hace ni un mes que Michelle Bachelet parecía la más segura candidata de la izquierda, solo para dar un paso al costado a poco andar).
Pero lo que hay este año es, más que un escenario cambiante, un dramático cambio de coordenadas. El voto obligatorio, que volverá a regir en una elección presidencial después de tres consecutivas en las que el voto voluntario hizo de las suyas, importa una expansión de proporciones: prácticamente duplicará el caudal de votantes que acudirán a las urnas en noviembre y diciembre de este año, comparado con el de las últimas tres elecciones presidenciales. Y es que el votante obligado, el contingente que ha hecho crecer hasta ese punto el universo electoral, se comporta distinto al voluntario -que acudió con entusiasmo a elegir por segunda vez a Bachelet, para después hacerlo por Sebastián Piñera, también por segunda vez, para finalmente hacerlo por Gabriel Boric.
Es un votante desafectado con la política -no por nada no votaría si no fuera obligado por la ley. Parece inclinarse por el mal menor, como se vio en el plebiscito de 2022, cuando volvió a sus fueros después de diez años de voto voluntario. Vota más en contra lo que teme que a favor de lo que quiere, algo que posiblemente no sabe bien. En consecuencia, elegiría a representantes más moderados que a aquellos de los extremos del arco político, aunque la elección de los integrantes del Consejo Constitucional en 2023 -cuando una amplia mayoría de militantes del Partido Republicano resultó elegida- relativiza esta suposición.
A la luz de la considerable expansión del espacio político provocada por el voto voluntario -son las nuevas coordenadas- la pregunta que cabe hacerse es si podría repetirse lo de 2021: que la centroizquierda y la centroderecha queden en el camino, y que los representantes de los extremos del arco político alcancen nuevamente la segunda vuelta. Definitivamente el voto obligatorio lo hace poco probable, pero no es un resultado del todo imposible. Dependerá críticamente de la forma cómo jueguen sus fichas los partidos políticos en las próximas semanas y meses, sin descartar la ocurrencia de eventos del tipo Atocha, entre los que sobresalen por su enorme efecto en la opinión pública los que podrían ocurrir -Dios no lo quiera- en el ámbito de la delincuencia y el crimen organizado. (El Líbero)
Claudio Hohmann



