La constitución más reaccionaria que pudiéramos haber imaginado

La constitución más reaccionaria que pudiéramos haber imaginado

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En la corriente que controla la Convención hay, como se sabe, numerosos abogados -Atria, Bassa, Daza, Stingo, Woldarsky, entre los más notorios-, los que no pueden ignorar las consecuencias desestabilizadoras de la reingeniería del país que ellos impulsan. Sin embargo, no muestran preocupación.  Por el contrario, se les ve contentos en las selfies. Quizás piensan que las convulsiones que llegue a sufrir la sociedad son un síntoma del porvenir radiante que se acerca.

Es visible que han decidido no fijarse en los detalles, porque lo esencial es corregir la historia y materializar algo que ni Marx soñó: hacer la revolución social a partir de un texto.

Estamos ante un proyecto profundamente retrógrado, saturado de arcaísmo y que abona el terreno a las tendencias autoritarias. En su núcleo, está el deseo de crear otro país en lugar del que tenemos. No eran casuales las muestras de animadversión hacia los símbolos de la República que se manifestaron al comienzo de la Convención. La bandera chilena se demoró en obtener un lugar al lado de las ancestrales a la entrada del antiguo Congreso.

Y ahora, la convencional frenteamplista Amaya Alves, abogada también, propone que se instalen todas las banderas indígenas en la plaza de la Constitución para “terminar con la imagen monocromática” de las banderas chilenas. Está claro: el primer cuestionamiento va dirigido contra Chile como nación.

Es desembozado el intento de desarticular el Estado unitario y promover la feudalización del territorio nacional o, directamente, el regreso a los tiempos del Wallmapu, como dijo Izkia Siches para congraciarse con la CAM y los otros grupos político/delictivos del sur.

La cocina constitucional ha estado a cargo del Frente Amplio, el PC, los colectivos octubristas y la izquierda indígena (los socialistas se limitan a seguir la corriente). La clave ha sido el intercambio de apoyos en función de lo que les interesa asegurar a unos y otros: plurinacionalidad a cambio de eliminar el Senado; derechos de la naturaleza a cambio de rebajar la autoridad del poder judicial; aborto sin límites a cambio de escaños reservados; restricciones al derecho de propiedad a cambio de territorios autónomos; pluralismo jurídico a cambio de paridad de género en todo lo que se elija; etc.

Las izquierdas intensas -viejas y nuevas-, no ocultan su propósito de armar una Constitución que sea funcional a su voluntad de copar el poder. Los acuerdos sobre el sistema político lo dejan claro: se establece una Cámara de Diputados hecha a imagen y semejanza de la Convención.

Allí se concentraría el poder, sin contrapesos, puesto que la llamada Cámara Regional, que reemplazaría al Senado, carecería de verdadera autoridad y el Presidente tendría menos atribuciones. Si el Presidente pertenece a misma orientación de la mayoría de la Cámara, se puede esperar cualquier cosa. Estará pavimentado el camino hacia el autoritarismo.

En la base del proyecto de nueva Constitución está la segregación racial, una especie de apartheid políticamente útil, como queda de manifiesto en las propuestas sobre autonomía y autogobierno del “Estado regional”. No hay misterio: tal perspectiva facilitaría el surgimiento de muchos Temucuicui, controlados por caudillos que impondrían su dominio armado sobre las comunidades, al margen de toda legalidad. Es la irrupción del separatismo.

La doble nacionalidad planteada para quienes tienen ancestros indígenas es un golpe directo a la unidad del país. ¿Surgirá, acaso, un registro civil mapuche, otro diaguita, otro aimara, etc.? ¿Habrá un carnet de identidad diferente de cada etnia? ¿La idea es que los indígenas no se mezclen con el resto? ¿Qué mentes afiebradas están detrás de todo esto?

La inmensa mayoría de quienes tienen ascendencia mapuche o de otra etnia (mestizos en alta proporción) no dudan de que son chilenos como cualquier otro, pero los demagogos descubrieron el magnífico negocio político que es la segregación. Así lo demuestra el poder adicional que logró el PC en la Convención gracias a los escaños de raza.

En la elección de convencionales, la mayoría de los electores con ancestros indígenas prefirió seguir votando como siempre, dentro del registro nacional, sin la obligación de votar “racialmente” (mapuches solo pueden votar por mapuches). Esto no fue un problema para los activistas del indigenismo, puesto que, con pocos electores, aumentó la representación de la izquierda. Mientras menos electores voten dentro del registro electoral étnico, mejor para el negocio.

El principio de ciudadanía, que nos iguala a todos por encima de la raza, la clase social o cualquier otra condición, está cuestionado de hecho. Parecía indiscutible la norma de “una persona, un voto”, pero eso es precisamente lo que se busca anular. El pleno de la Convención acordó establecer escaños reservados no solo para los pueblos originarios, sino también para las minorías sexuales (personas trans, no binarias, etc.) y el grupo afrodescendiente.

¿Y por qué no crear escaños reservados para los descendientes de árabes, italianos, alemanes, croatas, etc.? ¿O para las comunidades de inmigrantes peruanos, venezolanos o colombianos? ¿O para los diversos credos religiosos?

La columna vertebral del proyecto está a la vista, y tendríamos que estar ciegos para no darnos cuenta. Además de la fragmentación del país, se intenta socavar las bases de la democracia representativa, vale decir, la división de poderes, los límites y contrapesos del poder, el ejercicio de las libertades, la protección de los derechos de las minorías, etc.

Se busca crear un Estado omnipotente, que cubra la economía, la educación, los servicios, todos los ámbitos, y que reduzca el espacio de la sociedad civil. Si llegara a imponerse tal Constitución, el país experimentaría un gigantesco retroceso institucional y civilizatorio, del que le costaría muchos años recuperarse. Hay que impedirlo. (Ex Ante)

Sergio Muñoz

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