Igualitarismo o meritocracia

Igualitarismo o meritocracia

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Subyacente al debate sobre la «Ley de Admisión Justa» hay concepciones profundamente diferentes respecto de cuáles son los objetivos de la educación y cuál es el sentido de la justicia.

El fin de la educación en los mejores colegios del mundo es permitir el pleno desarrollo de cada persona: cognitivo, físico, mental, espiritual y social; proveer a los alumnos acceso al conocimiento, a las artes y las ciencias, y desarrollar en ellos la capacidad de pensar en forma crítica, tratando de identificar los talentos y aptitudes de cada uno. Se trata de iniciar en ellos un proceso civilizatorio que redundará en su beneficio personal, pero también, y en igual magnitud, en la sociedad en su conjunto. Ello, porque las contribuciones especialmente valiosas de algunos individuos aumentan la capacidad de la comunidad entera y benefician a la mayoría.

Desde hace unos años, grupos de izquierda comenzaron a pensar que el sistema escolar era primordialmente un instrumento de ingeniería social para reconstruir la sociedad a partir del ideal único de la igualdad. Las reformas llamadas de «inclusión» del último gobierno tuvieron como propósito principal eliminar cualquier diferenciación o ventaja que pudiera existir dentro de la educación pública, al margen de cómo ello afectaba la calidad de la enseñanza. Así, en perfecta coherencia con los objetivos igualitaristas que se perseguían, comenzó un proceso de asfixia gradual a los colegios particulares subvencionados y se eliminó la selección por mérito académico que existía en ciertos liceos emblemáticos.

La propuesta legislativa actual se basa en un concepto que no equipara justicia con igualdad, pues no son sinónimos, sino que promueve un sistema de recompensas que premia, al menos parcialmente, el mérito y las contribuciones que las personas y sus familias hacen para su propio desarrollo. Ha sido un ideal de las sociedades liberales y de las economías modernas que las posiciones en la vida no sean determinadas por la pertenencia a un grupo, sino por los merecimientos de cada uno. Ello beneficia a todos, en la medida que respeta y recompensa los méritos y logros personales, aunque sean fortuitos, pero solo cuando ellos son puestos a buen uso; pero, del mismo modo, favorece al conjunto porque fortalece los talentos que son necesarios para mejorar el país.

El «mérito» no es fácil de definir ni su significado es unívoco, porque conjuga una combinación de cualidades innatas, pero también la voluntad, el esfuerzo, la disciplina, la ambición, la fortaleza de propósitos y, por cierto, la suerte, pero esta solo siempre y cuando se vincule con la capacidad para identificar y aprovechar las oportunidades.

El problema del igualitarismo, que elimina la selección, es que, en la medida en que existen diferencias entre los individuos, la igualdad de logros solo puede alcanzarse penalizando a los más talentosos y negando la posibilidad de desarrollar la totalidad del potencial de cada uno. Ello trae consigo graves consecuencias para la movilidad social. No ha habido ninguna sociedad en la historia que no se haya organizado con alguna forma de jerarquía y, en consecuencia, los grupos de élite han existido siempre. Lo que importa es que el acceso a las esferas de poder y de influencia sea lo más fluido posible, de modo que se cumpla el aforismo de que «la historia es un cementerio de aristocracias». En todos los países, el instrumento principal para lograrlo ha sido un sistema educacional que no sacrifique los desarrollos individuales por un supuesto bien de la colectividad. Los liceos emblemáticos enfocados al desarrollo del potencial de buenos alumnos, los cuales existen aleatoriamente en todos los sectores sociales, fueron siempre el instrumento principal para asegurar una élite más diversa, más móvil y menos autoperpetuante.

 

Lucía Santa Cruz/El Mercurio

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