Desde luego, nada de esto es casual. Por un lado, es sabido que la izquierda posee una tendencia patológica al fraccionamiento, y deben ser pocos los chilenos capaces de recitar de memoria las catorce (¿o trece?) agrupaciones que conforman el FA. Por otro lado, el Frente articuló una experiencia generacional cuya traducción política no es fácil: confluyeron allí los insatisfechos de los años noventa, los excluidos de la Concertación y los jóvenes con ansias de marcar la historia. De allí el tono festivo que por momentos logró la campaña de Beatriz Sánchez, que encarnaba a la perfección esa figura rebelde que es tanto más romántica mientras más lejos está del poder.
En virtud de lo anterior, no debe extrañar que -tras el instante originario- las disputas se multipliquen, porque todo puede ser motivo de conflicto. En rigor, no hay una sola cuestión relevante que pueda ser objeto de consenso al interior del Frente Amplio, pues allí coexisten visiones de mundo muy antagónicas. Además, las diferencias no se refieren solo a contenidos, sino que reflejan también las ambiciones de cada facción. Así, un primer grupo (que gira en torno a RD, pero que incluye al Movimiento Autonomista y al diputado Mirosevic) tiene una clara vocación de poder, y un segundo lote prefiere la resistencia frontal a las instituciones. Mientras los primeros buscan dar muestras de responsabilidad y buena conducta (la primera de ellas sería alejarse de los radicales), los segundos no confían en el sistema, y no tienen la menor intención de conducir el país. Según ellos, la izquierda que busca gobernar es sobre todo una izquierda traidora que se condena a repetir la historia de la Concertación, dispuesta -dice este discurso- a transar sus convicciones por unos pocos ministerios y cargos varios.
Como puede verse, en el mediano plazo el divorcio es tan sano como inevitable. Sin embargo, será necesariamente doloroso, aunque solo fuera porque nadie está dispuesto a regalar el timbre y la estampilla (ya vimos, en el caso de Ciudadanos, cuán lejos puede llegar ese absurdo de pelear por un nombre). Por lo demás, el oportunismo siempre deja heridos, y hay que reconocer que Revolución Democrática ha practicado ese arte en su grado sumo. En un primer momento, pactó por omisión para elegir a Jackson; e ingresó luego al gobierno de Michelle Bachelet (bajo la excusa de la «colaboración crítica»), para bajarse del tren apenas este dejó de serle funcional. Más tarde integró una coalición diversa cuando necesitaba una plataforma electoral; y ahora busca forzar una definición ideológica para deshacerse de los más molestos (en todo caso, podemos estar seguros de que Alberto Mayol se encargará de que no olvidemos nunca todos y cada uno de estos hechos). Es innegable que todo acuerdo político tiene cierto carácter instrumental, pero un poco de maquillaje nunca sobra. Los muchachos están apurados y, peor, se les nota.
El proceso se acelera porque asoman en el horizonte las elecciones municipales y, más adelante, las futuras contiendas presidenciales. Si la nueva generación quiere jugar un papel en esas lides, debe mostrar desde ya que posee una auténtica vocación de mayoría. Al fin y al cabo, todos sabemos que los liderazgos emergentes del FA no están dispuestos a quedarse toda la vida mirando por la ventana cómo otros se reparten la torta. Comprendieron que la ex Nueva Mayoría perdió toda vitalidad y, por lo mismo, van transitando hacia una posición institucional. Si hace menos de dos años el diputado Gabriel Boric despedía con admiración a Fidel Castro («Yo me muero como viví… mis respetos, Comandante», fue su reacción ante su muerte), hoy es capaz de elaborar una reflexión crítica y honesta sobre el papel de la izquierda en América Latina.
Michelle Bachelet aseveró alguna vez que no veía mayor novedad en el FA, sino solo a los «hijos de» que se sentían insatisfechos con los partidos tradicionales. Ninguna ruptura, en el fondo, sino mero recambio generacional, que es siempre una forma de continuidad. De algún modo, la inminente depuración del Frente viene a cerrar ese círculo: el objetivo es reemplazar a la Concertación, no situarse a su izquierda. Los «hijos de» han decidido volver por el lugar que les pertenece. Nada más, ni nada menos. (El Mercurio)