Por cierto, las ideas tienen consecuencias. Pero, sin duda, no es hoy como ayer.
Como hoy casi no se lee, las efusiones verbales se expresan mediante 140 caracteres -en que hay más insultos que sintaxis-, a través de los matinales televisivos en que se simplifica y deforma la realidad, y en tantas portadas y titulares que carecen de respaldo conceptual.
Viva el eslogan convertido en ley y verdad.
Ha sido así desde hace décadas en el Chile del pensamiento débil y torpe.
Divorcio: todos tienen el derecho a rehacer sus vidas; aborto: la mujer es dueña de su cuerpo y el embrión no es una persona; AUC: el afecto es el criterio superior en una unión; enseñanza: a romper las desigualdades de la cuna; sindicalización: la parte más débil es siempre el asalariado explotado; droga blanda: si es legal, deja de ser negocio; verdad histórica: el que explica favorablemente la presidencia Pinochet cultiva el odio; etc., etc.
De esas falsas premisas se parte; con ellas se construyen convicciones a veces apoyadas en tristes experiencias personales (ninguno de los promotores de esos mantras se autoexcluye, aunque esté implicado); a esos eslóganes se los convierte en dogma incontrastable; desde ellos se estigmatiza la posición contraria, y con la fuerza de esta dinámica se presentan los proyectos de ley y se los impone.
Así se comprueba que las ideologías no son pensamientos, sino constructos; que su aterrizaje a la ley y a la comunicación es un proceso de círculos viciosos sin fin.
Pero, y entremedio, ¿qué pasa?
El desastre, los desastres: se vive peor, porque todo el mundo prefiere un matrimonio estable, una vida infantil asegurada, unos afectos ordenados, una educación desde la familia, un cuerpo sano, una relación laboral armónica, una historia discutible… Pero, gracias a los benditos eslóganes convertidos en normas sugestivas u obligatorias, todo lo anterior se hace cada día más difícil. Nadie está obligado a la virtud, pero facilitarle el vicio es torpeza o maldad.
No faltarán en la casta de ideólogos, administradores y comunicadores de las malas leyes y malas políticas, quienes sostengan que el proceso no ha ido suficientemente a fondo. Vuelta a comenzar entonces: divorcio más fácil, aborto sin supuestos, uniones homosexuales igualitarias, educación única estatal, drogas duras legalizadas, sindicatos al mando, historia oficial.
Mientras tanto, una degradación terrible de las personas, tratadas como animalitos, como esclavitos.
Es desagradable tener que anunciar los daños; es más molesto aún poner ejemplos de desastres ya sucedidos, pero lo peor es chuparse el dedo y repetir el más tonto de los mantras: «No exageremos, no va a pasar nada» (¿para qué se hizo la nueva ley, entonces? ¿Para que no pasara nada?).
El desastre progresivo es posible -no debe ocultarse esta dimensión del mal- por la pasividad o la timidez de los que deben oponerse y proponer, pero claudican en sus convicciones o en el uso de los instrumentos para comunicarlas.
Promotores u observadores, a todos afecta el desastre en su propia dignidad. ¿Y qué enseña la historia? Que o se pide perdón algún día y se rectifica, o todo va a peor.
Las ideas tienen consecuencias. (El Mercurio)


