Esclavos de las consignas

Esclavos de las consignas

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Jorge Edwards se ha ido, pero todavía nos sigue penando. Habría que usar otro verbo que “penar”, que resuena a “pena” y que nada tiene que ver con el espíritu epicúreo y gozador de Edwards. Ahí está —ahora como fantasma— sentado todavía en la mesa del mítico edificio “del barco” de José Miguel de la Barra, sirviéndose otro whisky y queriendo alargar la velada, contando una anécdota más del marqués tanto, de un criollo en París o de algún personaje olvidado de la generación del 50. Y uno quisiera —aunque es tarde— quedarse a escucharlo contar con tanta gracia la historia del “queque” Sanhueza o el verso del poeta brasileño tal: cosas inútiles, personajes inútiles, los inútiles de la familia: una fiesta en un país como el nuestro, donde lo útil, lo utilitarista y lo monetarista tienden a hacer tan monotemáticas y ramplonas las conversaciones.

“Cuando vengo a Chile y escucho las conversaciones de las mesas de al lado, todos están conversando de plata”, me dijo una vez Raúl Ruiz. “El indiferente, monetizado, entontecido, a menudo cretinizado Chile de ahora”, dice Edwards en uno de los tomos de sus memorias. ¿Pero no queda Madrid para escaparse a buscar conversaciones gratuitas e infinitas? “En Madrid la suerte está en manos de los ciegos/ en Madrid las mujeres se pintan las uñas de rojo”, dijo Teillier en el poema “Un día en Madrid”, dedicado a Jorge Edwards. “¡A Madrid los boletos!”, exclamó Edwards, como queriéndole hacer una finta a la muerte y para allá partió cuando tal vez se dio cuenta de que le quedaba poco.

¿Qué podía tener de estimulante para un fiel habitante de Santiago centro como él, su barrio de infancia que nunca abandonó, ese centro de la ciudad devastado por la inseguridad y el descuido, con sus murallas invadidas por consignas radicales? Nadie más lejos de esa radicalidad que este escéptico de tomo y lomo. Poco antes de octubre del 2019, Edwards, decía: “¡Solemnes propósitos, rimbombantes discursos, ilusiones defraudadas! (…) comprobamos que los cambios apresurados, mal hechos, sin admitir la corrección, la crítica, aplicados con obsesiones ideológicas excluyentes, tienen consecuencias mucho peores, más regresivas que las previstas (…). Parece, a juzgar por tantas situaciones actuales, en Chile y fuera de Chile, que el proceso de maduración, de conocimiento real de los fenómenos, de cambios reflexivos, graduales, todavía no termina. Nos emborrachamos de consignas con facilidad y nos convertimos en esclavos de ellas”.

“Esclavos de las consignas” es el título de un tomo de sus Memorias. Abundan hoy los esclavos de las consignas, incluso en el mundo intelectual. Las consignas empobrecen y envenenan el pensamiento. ¡Qué libertad interior da liberarse de ellas! Y no seguir rehén de la tribu. Yo fui un esclavo también. Edwards fue uno de los primeros en Latinoamérica en sacarse esas cadenas mentales, el primero en perder el miedo a censores y canceladores, cuando escribió, en 1973, “Persona non grata”. Se liberó de las consignas, pero también de las ataduras para escribir: sus últimos libros son recorridos libres, abiertos, flaneos en que el escritor se permite el goce de escribir, de divagar, de dudar hasta de sí mismo: “¿Y yo? A veces me pregunto quién soy, quién diablos soy, y no consigo dar con una buena respuesta”. Ahí resuena el famoso “Que sais-je?” (¿qué sé yo?) de Montaigne, uno de sus autores predilectos, el ensayista de la tolerancia, que escasea tanto en estos días de barricadas mentales.

Nuevas beaterías campean en el mundo cultural. También delincuentes y pirómanos que invocan el derecho divino para quemarlo todo y ser indultados, inquisidores que proponen nuevos “index” (como ciertas comisarias que quieren prohibir la lectura de Neruda). Edwards era uno de los pocos escritores que salían a enfrentar a los nuevos Savonarolas con una carcajada. Se echará de menos su pluma leve y libre, en este valle crispado de resentimientos y violencias. (El Mercurio)

Cristián Warnken