El Perú político desde su cruda realidad

El Perú político desde su cruda realidad

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A los chilenos nos cuesta procesar los fenómenos internacionales en sus propios méritos. Ante el “vizcarrazo” de días atrás, muchos buscaron precedentes que iban desde el golpe de Estado en Chile de 1973, hasta la anulación de la Asamblea Legislativa dispuesta por Nicolás Maduro, en Venezuela. El Presidente peruano, Martín Vizcarra, sería otro golpista de la serie (visión maximalista) o un reprochable rupturista de la institucionalidad jurídico-política (versión minimalista)

Es fácil analizar así, pero tiene el doble riesgo de convertir cualquier institucionalidad en un fetiche y de alejarnos de la realidad de los fenómenos. Y esta nos dice que las instituciones políticas peruanas nunca sanaron del autogolpe de Alberto Fujimori, de 1992. Por tanto, ética y moralmente no cabe subestimar el legado de un gobierno que los cientistas sociales califican como “mafioso” o como “destructor del país”, según el eminente académico Julio Cotler. Uno donde, para el antropólogo Carlos Iván Degregori, “la corrupción se convirtió en la institución”. Entonces, hasta las Fuerzas Armadas llegaron a niveles alarmantes de degradación, como reconocieron los históricos generales Edgardo Mercado Jarrín y Francisco Morales Bermúdez.

Fugado Fujimori el año 2000, lo que vino, por parte de los demócratas peruanos, fue un dramático intento de salvataje de la institucionalidad, con el recordable Valentín Paniagua como Presidente provisional. Desgraciadamente, los políticos que siguieron no fueron eficientes o no perseveraron en el empeño. Así lo demuestran un Congreso hasta días atrás dominado por los fujimoristas y el prontuario de los cinco presidentes que sucedieron a Paniagua, incluido el de Pedro Pablo Kuczynski… cuyo primer vicepresidente era Vizcarra. El gran mérito del provinciano Vizcarra, como sucesor de PPK, fue asumir la historia reseñada y levantar la bandera de la anticorrupción. Esto hizo que su coexistencia con un Congreso de fuerte mayoría fujimorista fuera inviable desde el inicio.

Su alternativa, entonces, no era sencilla: o se resignaba a administrar una institucionalidad insanablemente rota, o trataba de construir una institucionalidad nueva, con dirigentes probos y con congresistas que (por lo menos) no trataran de sobornar jueces para sostener su impunidad. Por otra parte, en lugar de contar con una vicepresidenta de confianza, tenía al frente a Mercedes Aráoz, excandidata presidencial, ministra destacada en el gobierno de Alan García y, por tanto, una rival con intereses políticos propios.

Los hechos indican que, al clausurar el Congreso y convocar a nuevas elecciones parlamentarias en cuatro meses más, Vizcarra avanzó sin transar. Dio un salto corajudo hacia la segunda alternativa, jugándose su propio cargo, ajustándose a una interpretación razonable de la Constitución, con el respaldo de una gran mayoría ciudadana y la obediencia del estamento militar.

Con ello, el Perú está empezando a zafar del punto muerto de la corrupción y los peruanos de a pie solo critican a Vizcarra por haber demorado el salto. No se sabe de alguien que se haya cortado las venas por los congresistas clausurados. Periodistas políticos top, como Gustavo Gorriti, Rosa María Palacios y Augusto Álvarez desestiman, como absurda, la acusación de “golpe de Estado”. Y, por cierto, nadie escuchable dice que el Congreso peruano estaba aportando a la reconstrucción de la institucionalidad democrática.

Lo que corresponde ahora, a nivel nacional y regional, es sacar las lecciones de este caso paradigmático, recordando que en todas partes se cuecen habas.

José Rodríguez Elizondo

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