El Mal-Eugenio Tironi

El Mal-Eugenio Tironi

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Da la impresión de que los chilenos lo hubiéramos conocido recién. Que el mal no habitaría en cada uno de nosotros, sino exclusivamente en quienes están en el banquillo de los acusados. Y que lo podríamos expurgar cuanto más vociferemos nuestra indignación ante la conducta de los caídos en desgracia.

Es una reacción automática, no premeditada. Nos acompaña siempre, como individuos y como colectividades. Recordemos cuando desde el mundo de los negocios -erguidos sobre la autoridad moral que infunde el éxito y el dinero- se levantaban voces que despotricaban contra la podredumbre y mediocridad de la política. O cuando desde esta última -con esa soberbia que da sentirse propietario del bien común- se acusaba a los empresarios de ser unos tramposos poseídos por la codicia. El mal existe -nos decían desde ambos bandos-, pero no aquí: en la otra orilla; como si depositándolo ahí, él quedara conjurado.

En un país donde la mayoría de la población -aún más marcadamente sus élites- se declara católica, resulta curiosa esta sorpresa ante el mal, así como la excitación puritana que nos invade.

El catolicismo reposa -aquí está su grandeza- en la noción de que todos los humanos nacemos con y desde el mal: el llamado pecado original. No se puede extirpar, nos enseña, por lo cual la vida consiste en lidiar con él. Benedicto XVI lo dijo magistralmente: La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original. (…) Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres.

Lo que cabe preguntarse, entonces, es lo siguiente: ¿en qué momento los chilenos pasamos a «olvidar la realidad del pecado original»?; o mejor: ¿en qué momento pasamos a estimar que está enquistado en el otro, y que nosotros estamos libres de pecado?

En el campo de la centroizquierda la respuesta es fácil: en el momento en que esta pasó a estar dominada por el laicismo, el cual rechaza la noción de «pecado original» y la tensión que este origina por la vía de activar el sentimiento de culpa. La matriz marxista también ayuda, en tanto imputa el mal a un agente concreto, la burguesía, y deposita en su opuesto, el proletariado, todos los bienes imaginables -incluyendo el de emancipar a la burguesía de sus demonios.

En el campo conservador y de derechas, hasta hoy predominantemente católico, la respuesta es más compleja. En el pasado este nunca osó negar la culpa generada por la riqueza -y la Iglesia jamás dejó de recordarlo-. Era su forma de convivir con el mal. Pero esto cambió cuando se propagaron corrientes católicas que, tomando prestadas nociones propias del protestantismo, presentaron el éxito económico como signo de santidad. Esto desmoronó la culpa y el recato -y hasta cierto punto, la vergüenza-. Para alcanzar la riqueza todo estaba permitido, lo que eximía lidiar con el mal. A esto contribuyó la llamada ideología neoliberal, que, en palabras del mismo Benedicto, estableció que la economía -y de su mano, la empresa- no está «sujeta a injerencias de carácter moral».

«Uno no puede dedicarse a castigar a quien alguna vez haya hecho algo malo en alguna ocasión», dice un personaje de Javier Marías en «Así empieza lo malo», su última novela. «No acabaríamos, no nos dedicaríamos a nada más. De hecho, hay que contar que todos hemos hecho algo malo en alguna oportunidad».

Esto es lo que se nos ha develado en estos días. Que hay que convivir con el mal, y no escupir al cielo. Solo cabe intentar mantenerlo a raya, aunque fracasemos una y otra vez.(El Mercurio)

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