El día después

El día después

Compartir

En 1970, Aníbal Pinto observó que en el Chile de entonces había una inconsistencia entre un sistema político expansivo, que alentaba las más disímiles demandas y expectativas, por una parte, y un sistema productivo que era incapaz de satisfacerlas, por la otra. Hoy, la situación es semejante, aunque a la inversa: hay un conjunto de transformaciones que se han producido en la sociedad chilena que el sistema institucional no logra ni acoger ni reflejar.

Hay así procesos sociales que subyacen en la cuestión constitucional que esta última no logrará, evidentemente, resolver.

¿Cuáles son esos procesos que seguirán invadiendo la esfera pública luego del 4 de septiembre, fuere cual fuere el resultado que entonces se produzca?

Hay ante todo una cuestión generacional. Los problemas generacionales no son de edad, sino que son de sensibilidad. Hay en Chile una generación, la que está en el poder, que posee un horizonte de sentido, una forma de vivenciar el tiempo y otras esferas de la existencia, que es radicalmente distinto a la que le antecedió. Se trata de una generación que tiene un espíritu redentor. Y de ahí entonces que asome en ella, más allá incluso del control racional, una cierta moralización de la vida, la idea de que buena parte de los males sociales son el fruto de una élite cicatera y ambiciosa y un pueblo virtuoso y abusado.

Junto a lo anterior, hay la existencia de grupos medios erigidos en torno a la expansión del consumo que la crisis no ha detenido (quienes descrean esto basta que reparen en el fenómeno IKEA). Este proceso a poco andar se fortalecerá con la presencia de la inmigración. Y es que nadie migra para incorporarse al proletariado de otro país: los inmigrantes están provistos de una voluntad de logro y aspiración al estatus que engrosará la cultura de esos grupos medios.

La vivencia de la desigualdad, que es producto de la falta de estructuras que hagan plausible el ideal meritocrático, seguirá incrementándose mientras esto último no se repare. Las sociedades restañan la herida de la desigualdad cuando proveen oportunidades reales (aunque nunca universales) de adquirir recursos y oportunidades en base al desempeño.

Hay también la paradoja de un Estado que posee cada vez menos centralidad, pero al que se demandan más bienes y del que se espera satisfaga más expectativas. A diferencia de los años 60, donde las expectativas dirigidas al Estado podían ser descritas como reivindicaciones de clase, hoy esas expectativas son muy variadas y heterogéneas, y se alimentan de la proliferación de identidades cuyas raíces van desde la etnicidad a las formas de vida elegidas. Y es muy difícil que el Estado logre estar a la altura.

Y en fin, todo lo anterior ha producido un fenómeno que salta a la vista. Una anomia más o menos generalizada. No es solo la disputa de la fuerza al Estado en el sur. Son los autos sin patente, la ocupación de los espacios públicos, la actitud displicente ante la autoridad, el maltrato de los bienes comunes, la basura en las calles del centro. La sociedad es un entramado invisible de reglas y un andamiaje de costumbres. Sin esa estructura que orienta la conducta, sin esa atmósfera que ordena la vida, las personas se comportan como si los límites no existieran y entonces la sociedad se desquicia.

¿Acabarán esos problemas cuando la cuestión constitucional se dirima el día 4 de septiembre?

Es de ilusos creer algo así.

El día 4 de septiembre se iniciará un proceso político de gran envergadura (si gana el Apruebo, la modificación del sistema legal; si gana el Rechazo, el inicio de una nueva Convención), pero en él seguirá subyaciendo esa serie de procesos sociales que acompañarán a la sociedad chilena como consecuencia de los cambios en sus condiciones materiales de existencia de las últimas tres décadas.

No se trata, desde luego, de devaluar la decisión próxima; pero hoy es un deber cívico e intelectual evitar que se crea que el arreglo constitucional logrará remendar los problemas o resolver los desafíos que ese conjunto de procesos sociales plantean. La Carta del 25 demoró siete años en entrar en una vigencia cabal y ello fue producto, entre otras cosas, de la cuestión social de entonces y de la crisis del 29. Hoy también hay una cuestión social, configurada por las demandas de los grupos medios repentinamente empobrecidos y la migración, y hay también una crisis económica de envergadura a las puertas.

Así es que no parece haber motivos para pensar que las cosas después del 4 vayan a ser muy distintas. (El Mercurio)

Carlos Peña