Editorial NP: Educación, ciudadanía y progreso

Editorial NP: Educación, ciudadanía y progreso

Compartir

La literatura educacional y neurocientífica coincide en el hecho de que la “programación” fundamental del cerebro humano ocurre en los primeros seis años, periodo en el cual, a través del lenguaje hablado y corporal que el individuo percibe e interpreta mediante sus sentidos del conjunto social al que pertenece, se “socializa” gracias al paquete biológico filogenético propio de la especie y que contiene las predisposiciones que posibilitan el aprendizaje mediante un juego de placer-dolor con el que cada quien cualifica experiencias propias o del grupo, conformando así engranajes que vinculan emociones y logos y que construyen esa especie de segunda realidad instalada en nuestros cerebros.

La relevancia de este proceso de aprendizaje y socialización es evidente. Dependiendo de la cantidad y calidad de estímulos que el infante va recibiendo durante dicho lapso, las palabras que escuche y domine y con las que se explique el mundo, sus entornos, cosas y fenómenos más o menos complejos que debe nominar para incorporarlos y comunicarse, serán determinantes en su capacidad de desenvolvimiento más o menos exitoso en la sociedad a la que pertenece.

Si bien es cierto, y tal como muestran diversas investigaciones, la plasticidad del cerebro humano es de tal naturaleza que su capacidad de aprender e incorporar nuevos conocimientos es casi ilimitada en el tiempo, está debidamente documentado que, quienes han tenido más y mejor estimulación en su lapso inicial de aprendizaje, presentan ventajas en la integración de nuevas materias sobre aquellos que abordan los conocimientos abstractos con más tardanza. De allí, por ejemplo, las mayores dificultades que tienen ciertas personas de la tercera edad para ocuparse del mundo de las nuevas tecnologías de la información, versus la enorme plasticidad y rapidez con que los más pequeños, nacidos en la era digital, se integran a sus complejidades de uso y gestión de sus aplicaciones.

La sociedad de la información y el conocimiento de la que formamos parte inevitable añade exigencias en el área de dichas abstracciones lingüísticas y matemáticas, así como nuevas obligaciones laborales ineludibles de absorción de sus procesos técnicos, al tiempo que la digitalización y generación de algoritmos para la casi totalidad de la actividad productiva y de servicios inunda cada vez más el amplio conjunto de sectores de la producción física de bienes, muchas veces robotizados y reemplazando mano de obra humana, así como de servicios on line que se ofrecen a través de redes mundiales interconectadas, generando un nuevo espacio virtual de mercado, intercambio, comercio, cultura y distribución casi infinito.

Sin embargo, dichas nuevas condiciones importan un tipo de persona, estudiante y/o trabajador con las habilidades mínimas necesarias para participar de ese salto evolutivo de la producción y, por cierto, sin una educación formal que considere este nuevo orden de cosas o que, simplemente por negligencia o escasez, no cubra las necesidades de conocimientos requeridos al efecto por las nuevas generaciones, el futuro de quienes van quedando excluidos será tan halagador como el destino de las personas y países que quedaron fuera de la revolución industrial o que ingresaron a ella con demasiada tardanza.

De allí que resulte no solo preocupante, sino hasta desalentador, la reciente constatación post pandémica según la cual más de 50 mil niños y jóvenes -en su mayoría de sectores vulnerables- no hayan regresado aún a clases de educación básica o media, tanto por razones familiares, como por propia decisión de esos jóvenes a la espera de dedicar su tiempo a generar ingresos en trabajos de oportunidad o informales, cuyo costo social es obviamente negativo, en especial en un país cuyo nivel de productividad está estancado desde hace casi una década, producto tanto de circunstancias extraordinarias y ajenas, como la crisis de 2008 y/o la pandemia, como por una verdadera competencia en la aplicación de malas políticas públicas en educación que han tenido su más reciente epílogo en la discusión presupuestaria 2023 en el Parlamento y que, como se sabe, no otorgó ni un centavo más para enfrentar la crisis educacional señalada y reconocida.

Se ha dicho que la inversión del futuro no debiera estar tan apuntada al “cemento y ladrillos” sino a estimular mayores capacidades en las personas, que son las que, seguramente, ofrecerán una mayor recompensa gracias al desarrollo de habilidades inexplotadas del cerebro humano, pues, en definitiva, avances en el desenvolvimiento social dependen muy críticamente de la capacidad y entrenamiento de las nuevas generaciones en ciencias y técnicas emergentes como la neurociencia, nanotecnología, nuevos materiales, física cuántica, nuevas energías e investigación astronómica clásica, todas áreas que requieren de un tipo de estudiante que, infaustamente, está muy distante aun de los que arroja el sistema educacional chileno como resultado, tanto a nivel público, como privado.

Por cierto, hay excepciones que se observan de tiempo en tiempo con la emergencia de investigaciones que comienzan a raspar la punta del conocimiento en sendos laboratorios universitarios nacionales. Pero el desarrollo actual para alcanzar el per cápita y bienestar de países desarrollados clama por una superior masa crítica de educandos de nivel mundial que nos permitan asegurar esa antigua pretensión de alcanzar el desarrollo de las naciones más avanzadas del orbe. Por cierto, para tener resultados similares a los de Finlandia, Israel o Singapur, se necesitan personas con los equivalentes educacionales de los finlandeses, israelitas o singapurenses.

El presidente en conocimiento de la tragedia educacional citada ha dicho que su Gobierno pondrá en el eje de sus urgencias el tema de la recuperación educacional, así como el de la mejora sustancial de la oferta de enseñanza en el país. Sin embargo, una serie de proyectos apuntados a responder con esa premura a las necesidades planteadas de los niños en su primer proceso educativo siguen dormitando en un Congreso para el cual, desgraciadamente, cuestiones de reformas políticas y constitucionales, es decir, de desafío a los poderes vigentes, parecen ser las prioridades en una suerte de juego de “free rider” al que más parecen inquietarlo cuestiones de su propia incumbencia que los dramas de miles de niños y jóvenes cuyo futuro esta en juego ahora y no mañana.

Resulta incompresible que representantes de la ciudadanía electos voluntaria y democráticamente por millones de chilenos en lo que se supone constituye una práctica de “inteligencia colectiva” de la que se espera debiera favorecer mejores decisiones sociales, no aquilaten en su debida gravedad las demoras en encarar este desastre. La inacción en materias educativas tiene costos sociales y económicos que según cálculos de especialistas pudieran importar a mediano plazo un menor crecimiento equivalente a alrededor de un PIB anual completo (unos US$ 300 mil millones), hecho que pone en juego no solo el bienestar económico, sino la propia democracia, la libertad y los proyectos de vida de miles que estimaron que los cambios propuestos por el Gobierno tenían como propósito una mayor justicia e igualdad, pero que, en los hechos, podría culminar en resultados exactamente inversos, si no se enfrenta el tema educacional con firmeza y decisión.

La democracia como sistema de “inteligencia grupal” en la toma de decisiones sociales es también un reflejo de la calidad de sus ciudadanos, en las que evidencian sus principios, raciocinios, emociones y los mundos internos que cada quien ha construido como verdades según sus respectivos entornos. Los bruscos y profundos cambios que la voluntad cívica ha mostrado en los sucesivos eventos eleccionarios de los últimos tres años muestran la labilidad propia de los momentos de cambio, pero también una debilidad crónica de convicciones propiamente democrático-liberales en ciertos sectores sociales y etarios de la sociedad, aunque también el evidente efecto sicológico que sobre las personas tuvo la pandemia, con sus aditivos en términos de pérdidas y ruina personal que una paralización tan prolongada de la actividad económica importa.

Pero  el retorno al voto obligatorio, que agregó a cinco millones de voluntades más a la decisión sobre la aprobación o rechazo de la constitución redactada por la disuelta convención constituyente, parece haber mejorado la cualidad de esa “inteligencia colectiva”, al hacerla más amplia y que no solo mostrara los deseos e intereses de sectores de la ciudadanía más cercanos a lo político partidista, sino también los de aquellos millones que aunque prefieren no interactuar en ese plano, al momento de poner en juego cuestiones culturales y sistémicas que le otorgan su identidad a la democracia liberal tradicional, no están dispuestos a aventurar cambios cuyas consecuencias no son previsibles y que, más bien, según la experiencia internacional, pueden llevar al país a una catástrofe. No está demás repetirlo, pero ante una nueva constitución que prácticamente refundaba el país en sus aspectos político-sociales y económicos, un 62% de la población prefirió correr el riesgo de mantenerse en el actual contrato, que aprobar el nuevo.

De allí que muchos dirigentes de la izquierda hayan calificado el plebiscito del 4 de septiembre pasado como una derrota cultural a la que, empero, quieren seguir encarando aun cuando sea para dar un par de pequeños pasos en la dirección de su proyecto estratégico y no ya como una refundación del país. Es decir, es evidente que la derrota del 4-S no significó que la izquierda maximalista haya renunciado a avanzar hacia la instauración de una sociedad socialista más justa e igualitaria, para lo cual requieren, utilizando todo el poder político y social que logren acumular, destruir el “neoliberalismo”, que no es otra cosa que lo que aquel 62% salió a defender en las urnas.

Llama pues la atención las inquietudes y desconfianzas de algunos sectores para traspasar a la “inteligencia colectiva” la decisión de elegir un órgano que redacte una nueva carta fundamental que reemplace a la actual, ya histórica y políticamente periclitada, aunque no jurídicamente, máxime cuando existe un preacuerdo horizontal muy amplio que puso debidos límites de principios o bordes al espacio en el que ese grupo de redactores puede desarrollar su creatividad político social. El resultado del pasado plebiscito de salida pareciera un argumento más que sólido para confiar en la madurez y prudencia del pueblo chileno en sus decisiones sobre su propia forma de vida, no obstante que el órgano redactor, por esas cosas de los sistemas electorales, pudiera quedar nuevamente compuesto anómalamente por grupos extremos liberados a su propia y exclusiva voluntad revolucionaria o reaccionaria. Pero si eso así fuera, hoy es mucho más previsible que esos nuevos convencionales podrían vivir con igual humillación y vergüenza que los anteriores, una nueva derrota, pues lo que es evidente es que las grandes mayorías en Chile ya hicieron su elección de vida en un sistema que asegure las libertades, otorgue justicia y dignidad a cada quien y entregue igualdad de oportunidades a cada uno de quienes habitan el territorio nacional mediante una educación de excelencia superior, así como su respectiva democracia liberal, de derecho, social, plural y abierta al mundo, solo sustentable con ciudadanos con mayor conocimiento. (NP)