Titular una columna con una expresión en inglés me recuerda la siutiquería chilena que Joaquín Edwards Bello solía describir con agudeza, pero no se me ocurre una manera mejor de sintetizar el episodio del abogado que asistió sin corbata a una comisión de la Cámara de Diputados. Hay una frontera difícil de precisar entre las formas superfluas, el interés por generar modos que son, en realidad, modas para provocar divisiones artificiales por razones banales y las formas que constituyen normas con un sentido sustantivo. Por ejemplo, asociar el ejercicio de la abogacía a la vestimenta formal es expresión de lo primero, pero el uso de esa indumentaria para alegar ante un Tribunal dice relación con lo segundo.
En primer año de derecho, recuerdo a un profesor que dijo: “las formas importan, trate de tomarse un café en un cenicero”; por cierto, intentaba mostrarnos -en nuestra juvenil ignorancia- que las normas, las reglas de conducta, son esenciales. Ahora bien ¿por qué pueden importar las formas? Porque son un tipo de procedimiento que denota cierta jerarquía de valores y, tras ella, la visión que cada uno tiene del orden social. Aquí, me parece, enfrentamos una bifurcación vital: la que divide el pensamiento liberal del conservador. Para un conservador, ese orden social dice relación con una concepción del bien; para el liberal, son formas que buscan asegurar la libertad individual, vale decir, protegen del ejercicio abusivo, discrecional, del poder.
Las instituciones fundamentales, sobre las que se sostiene el estado democrático y liberal de derecho, requieren ciertas ritualidades que denotan el valor que se les asigna y, por ende, al producto que de esas instituciones emana. Los tribunales de justicia merecen un respeto especial y ese respeto necesita tener expresiones visibles, así contribuimos a afirmar el valor inobjetable de sus resoluciones; el Congreso merece una consideración equivalente, porque ello es expresión de la consideración que asignamos a la ley, como norma rectora del orden social. Por eso, no comparto la argumentación del abogado que, ante la recriminación por su vestuario, apeló a sus calificaciones académicas. No es eso lo que estaba en cuestión; por supuesto que sus calificaciones profesionales y el valor intrínseco de sus opiniones es independiente de su vestimenta, pero si el Congreso no amerita someterse a ciertas expresiones formales de valoración, entonces la ley tampoco y, por ende, se deprecia el mismo abogado que iba a exponer.
Idéntico razonamiento debieran aplicar los parlamentarios que asisten en polera o con capa y antenitas al Congreso, pues creen romper con rituales burgueses y solo se están depreciando a sí mismos. (La Tercera)
Gonzalo Cordero