Demostrar liderazgo presidencial-Alvaro Góngora

Demostrar liderazgo presidencial-Alvaro Góngora

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Los padres fundadores de nuestra república crearon la institución de la Presidencia, concebida como autoridad unipersonal, responsable del bien común, de proporcionar progreso en todo sentido y gobernabilidad ante el peligro de caos. Fue un pensamiento de tono paternalista.

Esta noción, con algunas excepciones menores, fue predominante en el siglo XIX, hasta que la élite social -partidos políticos- logró imponer una versión propia de sistema parlamentario, inexistente en el mundo, funcional al interés oligárquico. La figura presidencial fue disminuida dramáticamente (1891-1920) y el país cayó en una crisis social de magnitud.

Con Arturo Alessandri se recuperó el presidencialismo, reeditando la concepción original. Un Ejecutivo que asumiría la conducción de la nación por sobre los partidos políticos. Tendencia reafirmada por otro caudillo bajo el mismo predicamento, aunque de una forma dictatorial, Carlos Ibáñez. Ambos fueron reelegidos para enfrentar situaciones de crisis profundas. El segundo, ante la debilidad presidencial provocada por prácticas partidistas utilizadas para poner frenos y contrapesos al Ejecutivo, con afanes de cogobierno. La ciudadanía optó por Ibáñez (1952), al recordarlo por su capacidad ejecutiva y por disciplinar a los partidos, pero fracasó en esta ocasión.

Siguieron históricamente dos personalidades de talante presidencial, Jorge Alessandri y Eduardo Frei M., que demostraron fortaleza frente al partidismo reinante con idénticas prácticas y afanes. Incluso, Frei propició reformas constitucionales para prohibir indicaciones parlamentarias que conspiraran contra las ideas matrices de proyectos gubernamentales (1970).

Fue distinto Salvador Allende. La Presidencia se debilitó, si consideramos el casi nulo liderazgo observado ante la Unidad Popular que, dividida -vía violenta o vía pacífica-, lo anuló, dejándolo sin poder de resolución. Este fue el súmmum del cogobierno en Chile. Y respecto de la administración de Augusto Pinochet, es impropio referirse, porque su liderazgo fue en un contexto demasiado diferente, sin normalidad republicana.

Pero con la recuperación democrática, cuando se quiso restablecer la genuina república, con todos sus signos y principios, Patricio Aylwin señaló querer gobernar con fidelidad a los valores legados por los «Padres de la Patria», creando un clima de sana y libre convivencia, velando por todos los sectores sociales, por la integridad y prosperidad del Estado, especialmente por los más pobres. Recalcó querer ser el primer servidor, «como un buen padre de familia», empeñado con diligencia y autoridad en labrar el bienestar de todos. Así encauzó la república bajo el liderazgo presidencial, el cual probó en complejos momentos.

En fin, somos un país sumamente presidencialista. Idea asimilada por generaciones de chilenos. Es parte esencial de nuestra cultura política gravitante en el pueblo. El país ha esperado siempre de la Jefatura Suprema de la Nación la conducción segura, el buen gobierno. Este pueblo exige de la principal autoridad voluntad y actitud, capacidad de resolución y eficiencia, máxime en momentos de crisis o inestabilidad. Cada vez que se ha sentido asolado, en desgracia o frente a la incertidumbre, ¿a quién pide asistencia y dirección? La persona que asume la Presidencia carga las responsabilidades que la institución demanda y tiene el deber de adoptar medidas cuando existan síntomas de crisis de legitimidad o predomine la desconfianza en la población, aunque las iniciativas afecten a partidarios o miembros del círculo cercano.

¿Habrá que decir a ministros y jefes de partidos de gobierno que no se hacen reuniones especiales para declarar, ante las cámaras de TV, que existe liderazgo en la Jefatura de Estado? El liderazgo no se proclama. Se demuestra o constata. Así ha sido en nuestra historia.

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