Churchill en Chile

Churchill en Chile

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Un 30 de noviembre, o sea ayer, pero en 1874, nacía uno de los más grandes políticos de la historia del siglo XX: Winston Churchill. Leer su biografía puede ser, en estos tiempos, un ejercicio de masoquismo, al comparar la calidad de los líderes de nuestras democracias de hoy con la figura de un hombre al que le sobró todo lo que más les falta a ellos: coraje. El problema no es solo local: en la misma Inglaterra, basta comparar a un Boris Johnson con Churchill para constatar la decadencia de nuestras democracias representativas, justo en momentos de incertidumbre y peligrosa inestabilidad global, que es donde más se requieren liderazgos con carácter.

Solo imaginemos —y eso nos produce un escalofrío— qué hubiera pasado si Alemania hubiese derrotado a Inglaterra, para entender lo importante que son estos líderes con carácter en momentos decisivos de la historia. Sobre todo si se trata de democracias, porque la democracia suele ser muy vulnerable y frágil.

Lo dijo Churchill: la democracia “es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”. Nuestro Jorge Millas afirmó, por su parte, que el gran valor de la democracia es que es imperfecta como la vida: los sistemas que se dicen “perfectos” son los que terminan asfixiando nuestra cotidianidad.

Por eso hay que desconfiar de quienes nos ofrecen democracias con apellidos: “protegida”, “directa” o “popular”. El único adjetivo que no desvirtúa su esencia, sino que la reafirma, es este, tan olvidado: “representativa”. Es justamente por la fragilidad de la democracia representativa que son tan importantes líderes democráticos que la defiendan, que sean valientes, que no abdiquen fácilmente de los valores que la sustentan ni cultiven una ambigüedad que debilite sus defensas ante el ataque de sus deconstructores.

Lamentablemente, en la mayoría de las democracias del mundo, todavía seguimos girando dentro del célebre poema del poeta irlandés W. B. Yeats, que he citado tantas veces aquí: “(…)todo se desmorona: el centro cede(…)/ los mejores no tienen convicción/ y los peores rebosan de febril intensidad”.

Churchill sería el desmentido a la afirmación de Yeats: un político de los mejores, pero lleno de convicción, claridad y decisión. Hoy abundan más los segundos que los primeros: esos “peores” que rebosan de febril intensidad. En América Latina tenemos de esos “febriles” e intensos en abundancia. Tal vez porque nuestro continente ha cultivado el “delirio americano”, del que habla el ensayista colombiano Carlos Granés, esa inclinación casi irredimible por la “pasión por lo imposible”, que tantas catástrofes ha producido.

¿Y cuáles han sido nuestros Churchill para contener ese delirio? Son contados con los dedos de la mano: Aylwin en primer lugar. Nos alegramos que se le haya hecho un merecido homenaje ayer en La Moneda. Y también Lagos, tan denostado y ninguneado por sus propios “compañeros”, como si se manifestara en ellos un resentimiento u odio a la grandeza.

Churchill podría decirle a Lagos: “¿Tiene enemigos? ¡Bien! Eso quiere decir que usted ha defendido algo con convicción en algún momento de su vida”.

Es urgente mostrarles a los jóvenes la historia de nuestros grandes líderes democráticos. Ellos representan todo lo contrario de este baile de máscaras al que asistimos a propósito de la discusión sobre el proceso constitucional. Descorazona ver a tantos no decir lo que piensan de verdad y sumarse, además, al coro de los “febriles”, no defendiendo ni validando a la democracia representativa. Afirman que si la Constitución la redactan expertos elegidos por el Congreso, esta no sería democrática, como si los procesos constituyentes de Ecuador, Bolivia tuvieran mejores estándares democráticos que los de España, Finlandia o Suecia.

La falta de coraje democrático sigue siendo la gran enfermedad de nuestra clase política; por eso esta intensa y súbita nostalgia mía por Churchill. (El Mercurio)

Cristián Warnken