América Latina y el dolor de no saber-José Rodríguez Elizondo

América Latina y el dolor de no saber-José Rodríguez Elizondo

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Los chilenos hemos vivido, últimamente, entre el sicariato político teledirigido, el crimen con jactancia rebelde y el terrorismo clásico.

Todo comenzó en enero con la trágica historia del teniente y exiliado militar venezolano Ronald Ojeda. Una franquicia del Tren de Aragua, organización criminal oriunda de una cárcel venezolana, lo secuestró y asesinó en Santiago. A poco investigar, quedó claro que fue un sicariato con móvil político. Ojeda era un enemigo activo de la dictadura de Nicolás Maduro, sus asesinos ya están en Venezuela y el gobierno chileno inició gestiones para extraditarlos.

Luego, a mediados de abril, delincuentes venezolanos acribillaron al carabinero Emmanuel Sánchez, quien los había sorprendido en delito flagrante. Detenido uno de los presuntos asesinos, se jactó así: “ni la muerte nos detiene y si la muerte nos sorprende, bienvenida sea”. Fue un notable copy and paste de la siguiente frase de Ernesto “Che” Guevara: “en cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea”.

Y eso no es todo. El 27 del mismo mes, día del 97° aniversario de Carabineros de Chile, tres de sus efectivos –Misael Vidal, Sergio Arévalo y Carlos Navarro– fueron emboscados, asesinados y calcinados en la Araucanía. Este crimen, de clara estirpe terrorista, conmocionó al país, fue noticia mundial y bloqueó cualquier nueva tentativa de eufemismo. Nadie habló de “violencia rural”.

Democracias desbordadas

Con todo, esa inextricable mezcla luctuosa no es exclusividad de Chile. Fue y sigue siendo un síndrome regional, que eleva los niveles de inseguridad en las democracias polarizadas.
Colombia es el país paradigma. Tras sendos acuerdos de pacificación y reinserción con dos gobiernos, los descendientes de Marulanda y de los guerrilleros castristas se instalaron en un circuito bipolar. Una parte minoritaria ha rechazado la reinserción por insuficiente y/o por incumplimiento de dichos acuerdos. Sus jefes justificaron así su retorno a la oposición armada y a la implícita violencia paradelictual. Según analistas, la parte congrua de su financiamiento proviene de servicios de protección al narcotráfico y Venezuela es su “santuario” territorial. Como contrapunto, la parte mayoritaria y pragmática se ha beneficiado de una reinserción política subvencionada, con un éxito tan polémico como asombroso: el año antepasado instalaron en la Presidencia de la República al exguerrillero Gustavo Petro.

En Argentina hoy rige la amenaza de una reincidencia terrorista de Hizbollah, potenciada por la relación de su vecina Bolivia con la teocracia de Irán. Además, dada la audacia de las medidas económicas “libertarias” del presidente Javier Milei, se teme un reventón tipo “estallido”, catalizado por estudiantes universitarios y opositores variopintos. Ante esas amenazas el gobierno está potenciando a las Fuerzas Armadas y policiales con apoyo de los EE.UU.

En el Perú, el expresidente boliviano Evo Morales participó tan activamente en los estallidos letales del año pasado, que fue declarado persona non grata. Según analistas y diplomáticos peruanos, pretendía una secesión puneña que diera salida al mar a Bolivia y lo reposicionara como presidente vitalicio.

En Ecuador, entre 2023 y lo que va del año, sicarios impunes asesinaron a 14 políticos (hay quienes consignan cifras mayores), entre los cuales está el candidato presidencial Fernando Villavicencio.

En México, entre la leyenda del Chapo Guzmán y la impavidez de AMLO, extensas zonas del país siguen bajo control de los carteles del narcotráfico. Las “mañaneras” presidenciales tienen como telón de fondo la criminalidad rampante y los desbordes de la fuerza legítima del Estado.

El modelo Bukele

En ese luctuoso contexto, los sobrepoblados recintos penales de la región mutaron en cuarteles generales del crimen organizado. Como contrapunto, la drástica política carcelaria del Presidente salvadoreño Nayib Bukele fue factor principal de su éxito. Privilegiando las demandas por seguridad y ejerciendo el clásico “exceso de poder”, se ha convertido en prototipo del líder receptivo que privilegia la “mano dura” sobre el Estado de Derecho. La acción sobre la retórica.

Entretanto, la debilidad de las democracias supérstites y la desconfianza hacia militares y policías de los políticos con cultura “progresista” ha impedido decodificar el fenómeno para actuar en consecuencia. Por ello, los déficit de sinceramiento y los superávit de ideologización están socavando el principio de autoridad de sus gobernantes. Estos parecen ignorar que la retórica de la indignación se desvaloriza rápido y que la fuerza legítima del Estado es objetivo principal de los antisistémicos. Carlos Mariguella, insurrecto brasileño del siglo pasado, lo dijo claro en su Manual del guerrillero urbano que aún circula. Ahí consigna que el terrorismo es “un método irrenunciable” del revolucionario y que “la liquidación física de los jefes y subalternos de las fuerzas armadas y de la policía es su finalidad esencial”.

Muertes apetecibles

Lo dicho supone entender que no hay seguridad ciudadana con una clase política absorta en juegos de poder. Ese ensimismamiento ayuda a la polarización, contribuye a la romantización de la violencia antisistémica y produce una fuerza legítima sobrepasada o subejecutada.

A ese respecto y dado que los hechos no siempre se recuerdan como fueron, sino como se soñaron, el desplante del delincuente que parafraseaba a Guevara contiene una clave interesante. En versión negra, reproduce el ethos sesentista predicado por ideólogos, fraseólogos y jefes rebeldes que convocaban a vivir peligrosamente. Para Frantz Fanon, psiquiatra martiniqués y reconocido pensador anticolonialista, «trabajar es trabajar por la muerte del colono», para lo cual “el lumpen es una de las fuerzas más espontáneas y radicalmente revolucionarias”. Glosándolo, el intelectual castrista Regis Debray escribía que para un revolucionario “la vida no es el bien supremo”. Poco antes de su muerte en Bolivia, el propio Guevara escribió que morir en combate podía ser “apetecible”.

Contrastando aquello con la realidad de la derrota, el mismo Debray añadió una reflexión paradójica. Tras calificar a los sobrevivientes de la guerrilla venezolana como “lumpenrrevolucionarios” y “samurais cesantes”, los percibió «incapaces de rehacer una vida normal en el seno de una sociedad donde ya no existe lugar para ellos». De manera implícita, sugería que les era más fácil derivar hacia acciones delincuenciales que sumergirse en la vida simplemente.

Entre la leyenda y la historia

Asumiendo los tiempos de la Historia y elongando la imaginación, todo indica que las fracasadas guerrillas castristas de los años 60 produjeron una subcultura política iconoclasta. Más de medio siglo después sigue fascinando a nuevos jóvenes que ignoran su entramado estratégico. En especial, no saben que en nombre de una supuesta situación revolucionaria continental, Castro socavó sistemas democráticos y promovió sacrificios ajenos para defender su revolución propia. Su insólita confesión está en el siguiente párrafo de la entrevista que concediera a la revista norteamericana Newsweek de 9 de enero de 1984:

«Ni siquiera oculto el hecho de que, cuando un grupo de países latinoamericanos, bajo la guía e inspiración de Washington no sólo trató de aislar a Cuba políticamente, sino que la bloqueó económicamente y patrocinó acciones contrarrevolucionarias -sabotajes, infiltración armada, intentos de asesinato- para tratar de derrotar la revolución, nosotros respondimos, en un acto de legítima defensa, ayudando a todos aquellos que querían combatir contra tales gobiernos».

Así fue como guerrilleros castristas insurgieron contra regímenes democráticos en desarrollo y el gobierno de Salvador Allende se vio entrampado en una verdadera “operación pinzas”. Por la izquierda Castro lo presionaba para iniciar una lucha armada y por la derecha era desestabilizado por Richard Nixon.

Doloroso debe ser reconocerlo para los latinoamericanos de ayer. Esos que creyeron, honradamente, que presuntas leyes científicas de la historia mostraban a sus países maduros para un estallido continental. Doloroso es, hoy, para quienes asumen que la leyenda de esa historia es factor de la gran inseguridad que asuela nuestras frágiles democracias. (El Líbero)

José Rodríguez Elizondo