En una estrategia muy cuestionable, el Presidente Boric anunció en su cuenta anual que insistirían con la reforma tributaria en el Senado, a pesar de que luego del rechazo en la Cámara de Diputados requieren dos tercios de los votos de una cámara en la que tienen menos apoyo aún. Eso no es todo, en el mismo discurso, el Presidente vinculó casi totalmente los logros de su gobierno a la aprobación de esa reforma. ¿Cuál es la idea? ¿No cumplir ninguna de sus promesas y luego echarle la culpa al parlamento de su fracaso? ¿Dirán entonces que el rechazo a la reforma tributaria tuvo la culpa? ¡Qué fácil sería gobernar entonces!
Pero la estrategia es cuestionable no solo por lo anterior. Desde 2010 a la fecha se han realizado ocho reformas tributarias, todas para recaudar más. Cada uno de los últimos cinco gobiernos ha pedido esfuerzos adicionales al sector privado, el más significativo en 2014, la gran reforma de Bachelet, que iba a recaudar tres puntos del PIB, y con eso “compraría la paz social” (al poco tiempo vivimos el período de mayor destrucción de nuestra historia republicana). Estamos entonces en una lógica en que cada nuevo programa de gobierno necesita reformas tributarias para poder llevarse a cabo. Se les ofrecen mejorías a los electores, pero luego se les cobra muy caro, no solo en impuestos, sino principalmente en menores posibilidades de desarrollo. De hecho, si desde 2014 Chile hubiera crecido a la tasa promedio del mundo (no es mucho pedir), sin ninguna reforma tributaria, el fisco tendría hoy más recursos y, más importante aún, el PIB per cápita sería cercano a US$ 20.000, en vez de los US$ 15.000 actuales. Los aumentos de impuestos son en parte culpables de este mal resultado.
¿Por qué fracasan estas reformas en sus loables objetivos? Las lecciones de la historia nos pueden ayudar en la respuesta. Hace 50 años Chile tenía una institucionalidad económica desastrosa, que incluía a la legislación tributaria. En palabras de un ministro de Hacienda de la época, “el régimen general de impuestos es la excepción, y las excepciones constituyen la regla general”. Pero, además, la tributación a la renta no generaba ningún incentivo al ahorro y a la inversión, discriminaba en contra de los asalariados y entregaba numerosas franquicias a los distintos grupos de presión. Como resultado de esa verdadera anarquía tributaria, la recaudación de los impuestos directos era muy baja, en torno a un 4% del PIB en 1972, a pesar de tasas de tributación muy altas. El proceso de reformas que se inició en ese entonces tuvo como objetivos centrales la simplificación, reduciendo lo más posible la amplitud de regímenes, junto con el fomento del proceso de desarrollo a través de incentivos a la inversión y el ahorro. Fueron dos las reformas al impuesto a la renta más importantes, la primera en diciembre de 1974, y la segunda, en enero de 1984, que no solo redujeron las tasas de impuestos, sino también simplificaron el sistema, generando fuertes incentivos a la reinversión de utilidades. La recaudación de impuestos directos se mantuvo en términos del PIB, pero subió fuertemente en términos reales, producto del crecimiento, favorecido por tasas de ahorro e inversión que a fines de los 80 bordeaban niveles de 25% del PIB, en comparación con cifras de 15% a fines de los 60.
Este amplio acuerdo sobre un impuesto a la renta lo más parejo posible y con incentivos a la reinversión de utilidades se mantuvo hasta inicios de la década pasada, cuando empezaron a soplar los vientos de la lucha de clases, y por ende, la idea de aumentar en forma significativa los impuestos al capital, olvidando que en los sectores transables los impuestos al capital los termina pagando el trabajo, y en los no transables, su incidencia recae además en los consumidores. Los aumentos de impuestos se vieron acompañados por las presiones de los grupos de interés buscando reglas menos desfavorables, con lo que se han ido creando regímenes especiales, cada vez más complejos y discriminatorios. Por supuesto, a mayor complejidad, mayores espacios de evasión y elusión, y también mayores presiones de determinados sectores por ser menos castigados en la próxima reforma, sin que nadie mire al sistema en su conjunto, y olvidando que la incidencia de los impuestos no recae en los contribuyentes que la ley determina. La reforma rechazada en marzo pasado, y las discusiones que la acompañaron, caía en todos estos vicios: “que paguen los ricos”, castigando fuertemente el ahorro y la inversión, junto con excepciones y reglas especiales para algunas empresas y para cierto tipo de inversiones del agrado del gobierno. Es la lógica que llevó a Chile al desastre económico durante el siglo pasado; reglas que, al no ser viables como norma general, son contrarrestadas con otras normas particulares, terminando en marañas regulatorias que distorsionan los mercados y dañan el crecimiento.
Entonces, si de verdad el Gobierno quiere buscar un Pacto Fiscal, este debería cumplir cuatro condiciones: primero, avanzar hacia un sistema lo más simple y parejo posible; segundo, ampliar la base imponible, eliminando exenciones y reduciendo el grave problema de informalidad; tercero, que promueva el ahorro y la inversión, considerando que el crecimiento es la mayor fuente de recursos fiscales, y cuarto, y muy importante, que mejore la eficiencia y la eficacia del gasto público. (El Mercurio)
Cecilia Cifuentes



