En mi anterior reflexión propuse analizar la terrible emergencia sanitaria que vive nuestro país vista como segunda oportunidad para el Presidente Piñera y su gobierno, hasta antes de ella devastado por el gran conato subversivo al que el periodismo chileno todavía trata de dignificar llamándolo “estallido social”. Lo ocurrido en los pocos días de combate a la pandemia que llevamos ha ratificado plenamente ese efecto de segunda oportunidad, puesto que ahora son pocos los que dudan de que la contingencia está en manos de un gobierno responsable y capacitado dirigido por un presidente sólidamente empoderado.
Por cierto que esa rehabilitación era esperable porque la dura contingencia tuvo la virtud de sacar al Presidente Piñera del pantano político en que había naufragado su gobierno y lo sitúa en un escenario de catástrofe como los que ya había enfrentado demostrando eficacia y seguridad en sí mismo, como cuando quedaron enterrados varios mineros en una situación que cualquiera habría estimado imposible.
En esta nueva reflexión intentaremos una anticipación mucho más difícil y audaz, como es la de predecir el acontecer político en el mediano plazo, fruto del ambiente de convalecencia social que será la herencia de la ordalía sanitaria y de la durísima situación económica que será su consecuencia.
Puestos a esta tarea, tenemos que recordar nuestra profunda convicción de que la mejor forma de vislumbrar el futuro es estudiando el pasado, porque el ser humano y los pueblos son una constante psicológica y reaccionan siempre igual en situaciones semejantes. Y, en nuestro caso, ese estudio nos enseña que, sin excepciones, todo pueblo que ha sufrido una prolongada y destructiva catástrofe –guerra, terremoto, hambruna, crisis económica o pandemia– emerge exigiendo orden, tranquilidad, solidaridad, concentración en el duro trabajo de recuperación. Ese anhelo de tranquilidad y esperanza se traduce siempre en la mansa entrega en las manos de quien o quienes sepan infundir confianza en su capacidad para lograr esas condiciones, lo que muchas veces ha derivado en regímenes muy prolongados y opresivos. Dictaduras como las de Franco, Hitler o Mussolini, a nivel mundial, y como la de Pinochet, a nivel local, son ejemplos de las consecuencias de esos periodos de convalecencia social. Afortunadamente, también abundan los ejemplos de convalecencias aprovechadas para alcanzar libres y fecundos periodos de prosperidad, como las reconstrucciones de Alemania, Italia y Japón después de la Segunda Guerra Mundial.
De esa manera, un dato seguro es que en nuestro país el ambiente social imperante tras el desastre yuxtapuesto del estallido social y la pandemia será el de convalecencia prolongada por dos factores concomitantes: dura recesión económica y un sentimiento de culpa por haber prohijado una situación de desorden social que debilitó al país en vísperas del desastre del Covid–19.
La naturaleza que tendrá la depresión económica que ya es inevitable será un factor muy determinante del ambiente social que reinará en el país en el periodo post–pandemia. Ello, porque sus aristas más hirientes serán el desempleo y la inflación y nadie ignora que esos flagelos son los más depresivos para los sectores sociales más vulnerables y sus paliativos son los más necesitados de solidaridad social y de acción ordenadora y asistencial del estado. Esos periodos son los de programas de empleo mínimo, de subsidios de cesantía y de controles de precios y abastecimiento. En palabras simples, son los más inadecuados para predicar la desobediencia social, sobre todo cuando fue esta la principal causante de la coyuntura que se vive.
Con lo señalado creemos que se ha definido adecuadamente el ambiente social que existirá en Chile desde, digamos, el segundo semestre de este año 2020. Cabe entonces preguntarse si es sensato programar media docena de escrutinios en tal clima de apatía política en que se puede contar –en un país en que el voto no es obligatorio– con porcentajes de abstención que priven de toda representatividad a las autoridades que de ellos emerjan. Eso es especialmente sensible para el plebiscito constitucional reprogramado para octubre próximo. Una constitución botada por una minoría no tiene ni legitimidad ni futuro y otra, como la actual, ratificada por estrecha mayoría de una minoría no parece tampoco ser lo que el país necesita.
Por cierto que, en este escenario, el sector político mas expuesto es el de la extrema izquierda. Se jugó a fondo en el esfuerzo subversivo que trató de quebrar el ordenamiento constitucional y este fue la primera victima de la pandemia. Precisamente por haber adoptado esa opción, ahora no puede participar en el esfuerzo nacional por superar la crisis de modo que nada le deberá el pueblo chileno al final de ella. En el festival de comicios que se ha programado arriesga un desastre electoral y, para colmo, la ratificación de la constitución de 1980. Tendrá que hacer sus campañas con la explicación de por qué las marchas a la Plaza Baquedano para empoderarla se han transformado en la marcha para comprar pan en el modesto mercadito que hace pocas semanas se saqueó y se quemó y eso con guardas militares y turnos restringidos. Solo entonces aprenderá en carne propia que para los demagogos que predican populismo siempre llega la hora de explicar por qué no funcionó, como hace Maduro, como hace Ortega, como hizo Fidel Castro hasta la víspera de su funeral.
Como quiera que sea, las grandes catástrofes son también las grandes oportunidades y no pierdo la esperanza de que la que estamos viviendo haga posible un país mejor, aunque transitoriamente más pobre. Hemos tratado de explorar el terreno donde tendrá lugar el forcejeo político que definirá ese destino. Solo queda esperar que cada uno de nosotros medite y elija su papel en esa contienda. Yo ya elegí el mío. (El Líbero)
Orlando Sáenz