Vox populi, vox Dei

Vox populi, vox Dei

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Lo del domingo fue un estallido, pero un estallido silencioso y pacífico, que se jugó no en las calles, sino en las urnas. Sin incendios de iglesias, sin destrucción del espacio público, sin violencia. Porque el categórico y masivo Rechazo del domingo fue un rechazo popular. Y el pueblo chileno está hastiado de violencia, verbal o física; cansado del griterío, la performance obscena, la destrucción y la deconstrucción de lo propio y común, incluidos los símbolos patrios. A diferencia de lo que piensan algunos intelectuales, el pueblo no quiere ni pillaje, ni refundación, ni revolución. Y ese pueblo es profundamente patriótico y acaba de decir: “la bandera no se toca”.

La romantización de la violencia y la insurrección “popular” son un espejismo de un grupo de iluminados, tenaces y arrogantes, que escriben e inventan tesis sobre el pueblo, pero no lo conocen de verdad. Lo del domingo fue una revuelta auténticamente popular, es cosa de leer los resultados en las comunas más humildes, en Santiago, y también en las comunas con más población mapuche de La Araucanía, donde el Rechazo alcanzó sus cotas más altas, poniendo en entredicho a la agenda indigenista radical, que parece traída más de un programa de doctorado de alguna universidad norteamericana o europea que de los “territorios”. Los verdaderos héroes de esta jornada fueron la gente sencilla de Chile. Tolkien dijo una vez: “sin lo simple y ordinario, lo noble y heroico carecen de significado”.

En Nuñoa, muchos lloraron el resultado del plebiscito; en muchas ciudades de Chile, en cambio, familias enteras de gente sencilla, trabajadora y emprendedora salieron a las calles con una sonrisa de boca a boca, a enarbolar banderas, pero no de partidos ni de grupos ni de etnias, sino la bandera de Chile. Tengo todavía en la memoria la imagen, este 4 de septiembre en la noche, de un hombre de pueblo, gritando solo en una esquina con una bandera pequeña, gastada, casi desgarrada, “¡Viva Chile!”.

La élite empresarial y de derecha no vio venir el estallido del 2019, tan desconectada estaba del Chile real; ahora le pasó lo mismo a la élite de izquierda, que tampoco vio venir este segundo estallido, el silencioso.

Ambas élites son, finalmente, la misma élite. Tienen muchos doctorados, pero poco arraigo en el país real. De esa élite nació la desmesurada pretensión —que se mostró en todo su obsceno esplendor en la Convención Constitucional— de refundar Chile, de deconstruirlo en fragmentos y autonomías infinitas.

Si hubieran podido, habrían eliminado la palabra República (lo intentaron), habrían cambiado nuestro himno nacional (“pluriChile es tu cielo azulado”, propuso un convencional, embriagado de odio a la patria), y eliminado el Senado creado por O’Higgins, pero no pudieron. No contaban con el pueblo de Chile. La palabra “pueblo” o “popular” se había convertido en sus bocas y escritos en una palabra vacía, desconectada del pueblo real.

La falta de inteligencia en Chile no está en el pueblo, sino en la élite. Por eso, ahora que se dieron cuenta de que este Rechazo es un rechazo popular, desencadenan su odio verbal contra el mismo pueblo que decían representar: los llaman “fachos pobres”, los desprecian intelectualmente, los insultan, revelando que su amor por el pueblo era solo un paternalismo de iluminados, no un amor y respeto genuinos.

Su relato maniqueo (el del pueblo contra la élite) se hizo añicos, o más bien se les volvió en contra como un boomerang: el pueblo le acaba de decir “basta” a la “casta” revolucionaria, al maximalismo desmesurado, y este voto del plebiscito de salida es una señal de prudencia y sabiduría política que escasea en nuestra clase dirigente.

El voto obligatorio nos obliga a escuchar, por sobre el griterío minoritario y el iluminismo teórico, la voz de la mayoría silenciosa, la voz del sentido común. Y esa voz puede ser clara y terrible, como la voz de Dios. Por algo se decía antes “la voz del pueblo es la voz de Dios”. (El Mercurio)

Cristián Warnken