Más que interesante, lo que está ocurriendo en el Partido Socialista será clarificador para el futuro de nuestro sistema político. Y lo será no tanto porque el mecanismo que decida el comité central de la colectividad será determinante para escoger su candidato presidencial -y además un antecedente decisivo para designar al abanderado de la Nueva Mayoría-, sino también porque lo que está en juego en esta pasada es si los partidos tienen la fuerza suficiente para levantar un liderazgo presidencial al margen de lo que digan las encuestas.
En el Chile de otra época, los partidos en estas materias eran los reyes de la fiesta. Eran no solo los que daban el pase, sino también los que formaban e investían. Parece un hecho, sin embargo, que en la actualidad los partidos ya no tienen la misma fuerza. Están desacreditados, han perdido militantes, dejaron de ser vistos como escuelas de civismo y formación política y pesa sobre sus orgánicas la sospecha de ser trenzas poco transparentes de clientelismo y poder. Repetimos como letanía que no hay democracia sólida sin partidos políticos, pero lo cierto es que cada día se debilitan más.
Si la derecha llegó al gobierno en 2010, no fue por los partidos, sino a pesar de ellos. Y si vuelve a ganar el año próximo, otra vez el triunfo se deberá más a Piñera que a Chile Vamos, no obstante los progresos que ha hecho el bloque tratando de ordenarse. Por el lado de la centroizquierda, el desgaste de las colectividades quizás sea anterior y le ha estado pasando la cuenta al sector sostenidamente.
El año 2004, cuando Michelle Bachelet se convirtió en candidata de la Concertación, todo el establishment concertacionista apostaba o asumía que la opción de continuidad al gobierno del Presidente Lagos iba a ser Soledad Alvear. Como las cosas no salieron como se esperaba, se impuso Bachelet, que nunca las tuvo todas consigo, ni siquiera en su propio partido. Fue una señal potente. El fracaso de los viejos tercios se disimuló bien, porque la coalición volvía a triunfar y el propio conglomerado le confiscó el gobierno a la Presidenta con la designación de Edmundo Pérez Yoma como ministro del Interior.
A la elección presidencial siguiente los partidos salieron con la suya al momento de nominar al candidato, el ex Presidente Frei Ruiz-Tagle, pero fracasaron políticamente y no pudieron elegirlo. Obviamente, la centroizquierda quedó golpeada y eso se reflejó con crudeza en el tipo de oposición que le hizo a Sebastián Piñera, el primer gobierno de derecha que el país se daba en 50 años. Enfrascado a explicar, a entender, a dimensionar su derrota, cosa que nunca es fácil para los partidos, el sector se atrincheró en la negación a Piñera y en la duda acerca de su propia obra. Y en eso estuvo hasta que el fenómeno Bachelet y su fuerte conexión con la ciudadanía le mostró que la historia no terminaba ahí y que el retorno al poder estaba a la vuelta de la esquina. La centroizquierda sintió que quedaba eximida de la autocrítica y que podía volver al gobierno cumpliendo algunas condiciones aparentemente inocentes: la coalición ahora se iba a llamar Nueva Mayoría, entre sus miembros iba a estar el PC y -muy importante- la música, los contenidos y la gente del futuro gobierno los iba a poner la candidata.
Otra vez las cosas no salieron como se esperaban. El gobierno fue un desastre y los partidos tienen parte de razón cuando aducen que no fueron considerados. Algunos de sus dirigentes sienten que cometieron un error entregándose atados de pies y manos a una candidata extraordinariamente popular en ese momento, pero ajena a su matriz. Y, bueno, no quisieran volver a cometer el mismo error. El problema, claro, de nuevo, es tener que optar entre la ortodoxia de un abanderado que los represente aun sin tener mucho rating o dejarse arrastrar otra vez por la erótica ganadora de las encuestas con Alejandro Guillier.
La pelea que está dando el Presidente Lagos se inserta en este contexto. A lo mismo apostará ahora José Miguel Insulza, luego de renunciar esta semana a la agencia en La Haya y declarar su voluntad de competir por la nominación de su partido. Aunque Insulza apela más o menos al mismo mundo que Lagos, él siente tener una mochila de vetos en su trayectoria sustancialmente más liviana que la suya. La duda es si eso le podría alcanzar. Lagos está consciente de la magnitud del desafío que tiene por delante y se siente llamado a enfrentarlo, porque si no lo hace, la izquierda que él representa -la izquierda reformista y socialdemócrata- podría terminar desapareciendo de la escena política chilena por mucho tiempo.
Probablemente haya que agradecer que sea en el PS donde se dirima la disputa. Con todo lo frágiles que pueden ser en estos momentos los partidos, en el PS hay bastante más densidad política que en el resto. Son muchas las tradiciones y sensibilidades que convergen en esta colectividad. Son muchos los pesos y contrapesos existentes en su interior. La pregunta de rigor no es tanto si el partido escogerá a Lagos como si la orgánica socialista tiene en el Chile de hoy la capacidad de imponer un candidato. Hasta hace pocos años el timbre de los partidos era indispensable para llegar a la presidencia. Bachelet demostró que no era necesario. Y Alejandro Guillier, yendo más lejos, está apostando a que la cercanía a los partidos, más que un activo para llegar, puede ser la mejor manera de hundirse.
Si antes fueron los protagonistas, y si este gobierno los redujo a actores de reparto, el peligro ahora es que los partidos políticos terminen convertidos en meros extras. (La Tercera)
Héctor Soto


