Unasur: una integración zombie

Unasur: una integración zombie

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Varios autores especializados en América Latina, tanto antiguos como contemporáneos, ponen énfasis en esa extraña tendencia regional, que nos acompaña desde siempre, a la necrofilia. Nos gustan los cadáveres. Nos encanta remover huesos. Insistimos en creer que nada se nos va. Tratamos de darles nuevos soplos de vida a cuanto difunto nos parezca relevante.

En esta tendencia se llega a veces al paroxismo. Por ejemplo, Daniel Ortega, el inefable hombre que maneja los destinos de Nicaragua con una mano de hierro que sería la envidia de sus antecesores, llegó al extremo en 2016 de mantener en el cargo de presidente del Parlamento a un fallecido. (Caso René Núñez, para los interesados).

Tal necrofilia regional aplica, por cierto, a las entidades multilaterales y a cuanto organismo supranacional se haya intentado crear. No nos gusta dejarlos en el olvido. Si por algún motivo se encuentran a la intemperie, tratamos de proporcionar abrigo. Y, si por azares del destino, un organismo de éstos se transforma en escombros, la fértil imaginación regional los re-crea de una u otra manera. Andrés Oppenheimer suele hablar de obsesión latinoamericana por el pasado.

Y así entonces, tal cual ocurrió con el deambular de los huesos del libertador centroamericano, Francisco Morazán hace algunos años por varias capitales de aquellos países, que lo deseaban honrar como su gran héroe patrio, hoy se escuchan en diversas ciudades latinoamericanas llamados urgentes a resucitar la Unión de Naciones de América del Sur, más conocida como Unasur. Varios líderes aseguran que tan grandioso proyecto de integración nunca ha muerto y que sólo se estaba a la espera de una medicina milagrosa para revitalizarlo.

Esta parece haber llegado de la mano del veterano Lula da Silva en Brasil. Su asunción el 1 de enero de 2023, según se murmulla, traerá el anuncio de la nueva gran noticia. Los entusiastas aseguran que el peso de Brasil, más la trayectoria del propio Lula, son suficientes para que el occiso re-nazca.

Como una forma de ir calentando motores, se están planificando aceleradamente acciones previas. Por ejemplo, muy pronto se dará un nuevo impulso al Celac para que rivalice de manera más enérgica con la OEA. También se buscará revigorizar Mercosur, el otro bloque que anda algo alicaído estos últimos meses, mediante una cumbre presidencial programada para el seis de diciembre.

Por de pronto, se acordó una prolongación del Memorándum de Intercambio de Energía hasta 2025 y la introducción de un mecanismo de pagos en monedas locales. Esto último es visto como algo muy auspicioso por los más entusiastas. Lo divisan como un preámbulo a la soñada introducción de una moneda común latinoamericana. Como se sabe, pese a lo neblinoso que rodea este asunto, se trata de una idea que flota en los ambientes progresistas regionales desde hace ya algún tiempo.

Una de las premisas básicas de toda esta batahola integracionista es, como se supone, mantener a raya la influencia del imperialismo, sus tentáculos y, muy especialmente, su dólar. Es curioso constatar que la algarabía integracionista ha impedido clarificar hasta ahora, si el yuan chino vendrá a reforzar o no el propósito de distanciarse de la divisa estadounidense. Una interesante incógnita.

El regocijo, empero, no debiera impedir una breve reflexión, con el propósito de visualizar qué dinámica tendrá este nuevo esfuerzo integracionista. ¿Corresponderá a un equívoco generalizado el sostener que Unasur tiene su libreto agotado? ¿Dónde se ocultará ese esquivo optimismo respecto a que las tendencias centrípetas superarían a las centrífugas en el caso de Unasur? ¿O sencillamente habrá anidado en los años de vida de este bloque un espíritu tan insondable y tan distinto a los anteriores que lo vuelve incombustible?

Las respuestas a estas dudas están marcadas necesariamente por el escepticismo. Puede afirmarse, inclusive, que los antecedentes históricos poco favorecen a Unasur. Este, al igual que todos los experimentos anteriores, han estado marcados por veleidosos tira y afloja de tipo personal entre sus protagonistas, impidiendo consolidar una integración real, efectiva y viable. Predomina un animus societatis voluntarista y sujeto a vaivenes impregnados de ideologización exagerada. Se observa, además, poco deseo efectivo de asumir que el gran modelo supranacional, el Tratado de Roma, es fruto de un acercamiento basado en la diversidad y un fuerte compromiso institucional.

La ausencia de una guía, de algo así como un concepto estratégico básico sobre cómo avanzar en materia de supranacionalidad latinoamericana, francamente impacta.

El listado de experimentos fallidos es tremendo. La Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), creada en 1960, convertida en Asociación de Integración Latinoamericana (ALADI) en 1980; el Mercado Común Centroamericano en 1960; la Comunidad del Caribe en 1973; el Sistema Económico Latinoamericano (SELA) en 1975; el Grupo de Río en 1986, el cual partió como Grupo de Contadora unido a otro afín conocido como Grupo de Apoyo a Contadora, confluyendo todos en el Grupo de los 8; el Mercado Común del Sur (Mercosur) en 1991; el Sistema de Integración Centroamericano en 1991; la Asociación de Estados Caribeños en 1994; la Alianza del Pacífico en 2011, el que parte como Arco del Pacífico, la Comunidad Andina en 1997, cuyo origen es el Pacto de Cartagena en los sesenta, que se transformó luego en Pacto Andino, el cual registró múltiples salidas, suspensiones y re-ingresos; la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América en 2004; la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en 2008; ProSur en 2018. No se salva ni uno.

Pese a este listado tan conclusivo, se insiste en una magia de Unasur, clavando más hondo que ningún otro en las almas progresistas. Tal optimismo es a lo menos discutible, pues cada uno de los experimentos vividos respondió a motivaciones de su propia época. Unos más, otros menos, todos motivaron, entusiasmaron y hasta fascinaron en un determinado momento. Por eso, evaluar a uno u otro, con lupa fuera de época es descontextualizarlo.

Tal apreciación ayuda, a su vez, a entender los fracasos. No todos han sido iguales, pero sí tienen en común ese gran equívoco de no asumir un animus societatis viable. Por lo mismo, cada intento se evaporó producto de antinomias internas.

Unasur jamás escapó a esto. Su historial habla por sí mismo y su trayectoria no es otra cosa que múltiples oscilaciones entre delirios y angustias. Los primeros partieron con el propio Chávez, y quienes lo secundaban, proyectando un desopilante oleoducto transamazónico. En tanto, las angustias sobre su futuro se reflejaron en ese extravagante edificio construido por el presidente ecuatoriano Rafael Correa como sede, a un costo exorbitante, y que nunca nadie supo cómo ocupar. Hasta hoy permanece vacío, como símbolo de la ineptocracia que bordeó todo aquel proyecto.

A Unasur le ocurrió lo mismo que a todos los experimentos previos y posteriores. Ningún bloque, de ninguna característica, puede subsistir mucho tiempo en base a espejismos. La manía de estar pegados al pasado, de sentirse dichosos recreando cuestiones pretéritas y evitando concentrarse en los desafíos del futuro, desemboca necesariamente en inacción. Mientras eso ocurra, los esfuerzos integracionistas continuarán, pero seguirán deambulando como lo que son, verdaderos zombies. (El Líbero)

Ivan Witker