¿Qué tienen en común José Miguel de la Barra, Mariano Egaña, Alberto Blest Gana, Agustín Edwards Mac-Clure, Mariano Fernández y David Gallagher? Todos han sido embajadores en el Reino Unido. A lo largo de la historia de Chile, Londres ha sido una de las plazas más cotizadas para embajadores (políticos o de carrera diplomática) y también una pieza clave para el gobierno de turno. Es un importante socio comercial, pero mucho más que eso, tiene una relevancia histórica, cultural y política innegable. Por ello, no es baladí a quién se le encomiende la importante labor de representar, en tierras británicas, al Estado de Chile.
Sin embargo, el gobierno actual ha demostrado una horrible debilidad estructural en materia de política exterior. O peor, ha demostrado un total desprecio por la República, al premiar con una embajada así de portentosa a quien no contaba con las credenciales mínimas para el cargo.
Por estos días la pregunta que todos se hacen es: ¿Cómo llegó Susana Herrera a ser embajadora? Según los datos disponibles hasta ahora, fueron cuatro los factores determinantes: primero, es del FREVS, un minúsculo partido comandado como empresa familiar por Flavia Torrealba y su marido, el diputado Jaime Mulet. Este partido, como miembro de Apruebo Dignidad, tenía derecho a alguna cuota de poder, y por tanto, se le hizo entrega de la embajada ante el Reino Unido. Una cosa poca.
Además, se supo que Herrera domina bien el inglés (vivió varios años en Estados Unidos), lo que al parecer no es un atributo común en el oficialismo. Pero lo más controversial son el tercer y cuarto factor: según consignó La Segunda hace un par de días, la eligieron porque “era de regiones y mujer”.
Así de simple. ¿Qué importa tener trayectoria política relevante o un conocimiento acabado del mundo diplomático? Es mucho más importante el regionalismo y el impulso de la agenda feminista. Y que no se mal entienda. Nada contra las mujeres o la descentralización (yo mismo me considero un regionalista). Pero nunca podemos deber el norte: si hay atributos que implican una discriminación positiva, deben ser siempre “además de”, y no “en vez de” la expertise necesaria.
Lo peor del caso es que la Cancillería sabía que Herrera no tenía dedos para el piano. Según información divulgada en Tele13 Radio, el Ministerio de Relaciones Exteriores le tenía prohibido hacer cualquier cosa “sin antes pedir permiso a Santiago”, lo que implicó -según el mismo medio- constantes y hostigosas llamadas a la Cancillería, por cualquier cosa. Y este punto no es menor: por supuesto, el Ministerio de Relaciones Exteriores debe mantener línea directa con los embajadores, pero también debe confiar en las más altas autoridades fuera de nuestras fronteras. Si este no era el caso, se debió haber solicitado su inmediata remoción. No podemos mantener a alguien en su cargo sólo para cumplir con cuoteos políticos, zonales o de género.
No obstante, la mayor responsabilidad es de La Moneda. No sólo por una nefasta política de promover a actores por su procedencia o su sexo, con prescindencia del talento o los conocimientos, sino también porque el caso Herrera contradice abiertamente lo prometido en campaña: en varias oportunidades, el Presidente Boric dijo que no se podía naturalizar “el pitutismo y el amiguismo político que muchas veces se genera (en relaciones internacionales”, agregando además que las embajadas «no debe ser un premio de consuelo por no ganar la elección» (spoiler: Herrera fue candidata dos veces. Y en ambas perdió).
En síntesis, este caso ha implicado un nuevo dolor de cabeza para la Presidencia, por compromisos y consignas que se convirtieron en letra muerta. Si bien ya se removió a la embajadora Herrera, se ha instalado una vez más la idea de un gobierno que no sabe lo que hace, que no tiene gente preparada y, más encima, que basó su campaña en cuñas que resultaron ser no más que consignas vacías.
Para finalizar, una reflexión: ante el escándalo de Susana Herrera, ya han surgido voces proponiendo que los embajadores debiesen ser todos “de carrera”. Sí, es una posibilidad, y ojalá que tendamos a tener cada vez más representantes que hayan pasado por la Academia Diplomática. Pero por otro lado, es entendible que, para embajadas tan gravitantes como el Reino Unidos u otras, un Presidente quiera contar con un representante con trayectoria y olfato político. Pero en ese caso, obviamente, debiera haber una instancia previa que permita asegurar que se trata de un “buen político” y no de un caso de amiguismo. ¿Mi propuesta? Que los embajadores que no provienen de la Academia Diplomática deban ser aprobados por el Senado, tal como sucede en países como Estados Unidos. De esta forma, el Presidente puede nombrar gente de su confianza, pero a la vez, el país sabe que tendrá representantes en el servicio exterior que estén a la altura, y que podrá defender con acierto el honor de nuestro país. (El Líbero)
Roberto Munita



