La Cámara de Diputados y el Senado deben ser las únicas instituciones relevantes del país presididas por personas que duran apenas un año en el cargo. Como es obvio, en un lapso tan corto resulta prácticamente imposible para esos personeros desarrollar un liderazgo capaz de establecerse como la referencia política y republicana a la que están llamados por la naturaleza de sus funciones. Cuando alguno de ellos logra avanzar en esa dirección, como en el caso reciente del senador Juan Antonio Coloma, el incipiente reconocimiento público concluye abruptamente con el término del período y la elección de un nuevo presidente de la corporación. La legitimidad y confianza, esos activos intangibles indispensables para el devenir de cualquier organización, y mucho más para una que ha visto decrecer los suyos a niveles alarmantes, no parecen objetivos que se estuvieran buscando afanosamente en sus ya rutinarias elecciones, transformadas en episodios con resonancias mediáticas cada vez menos edificantes.
Por momentos parecería más bien que se elige a un parlamentario sólo para sentarse en la testera y presidir las sesiones, a la manera que lo haría más bien un funcionario, que uno de los suyos liderando instituciones republicanas por antonomasia, y, sobre todo, representando los valores democráticos y la sabiduría de quienes deben deliberar y votar las leyes que rigen a todos los chilenos. En el caso del presidente del Senado se trata ni más ni menos que de la segunda autoridad política de la nación, una que un senador ocupa por un tiempo que transcurre como un suspiro, algunas veces -todo hay que decirlo- sin pena ni gloria.
Así las cosas, durante el curso de un mandato presidencial de cuatro años, el gobernante -es el caso del Presidente Boric-, colegislador él mismo, se verá las caras con cuatro parlamentarios distintos que ocuparán sucesivamente el cargo en el Senado, y con otros cuatro que presidirán la Cámara Baja.
Semejante rotación es por supuesto una anomalía que le hace mal a la imagen del Parlamento, que año tras año realiza elecciones cada vez más apuradas y desprolijas para satisfacer un cuoteo político del todo inconveniente para la elección de sus autoridades.
Los llamados acuerdos administrativos no hacen otra cosa que subdividir un periodo multianual para repartirlo entre militantes de los distintos partidos -cada vez más numerosos- representados en el Parlamento, con la conveniente cuota de parlamentarios díscolos para conformar las mesas. Se sacrifica así una oportunidad invaluable para gestar liderazgos que requieren tiempo para proyectarse en la sociedad. De entre las instituciones más requeridas de legitimidad y confianza en la actualidad, el Senado y la Cámara Baja, éstas se inclinan sin embargo por satisfacer los intereses estrechos de las cambiantes facciones políticas que los integran.
Los seis años que el entonces senador Gabriel Valdés presidió el Senado -entre 1990 y 1996- fue un periodo fundamental de los ahora revalorizados “30 años”, que para el caso debiera servir de referencia obligada. Nada convendría más a los fines del Parlamento que recuperar para sí esos liderazgos nacionales que otrora le merecieron apreciables niveles de confianza -de lo que ahora carece agudamente. De hecho, nada convendría más a nuestra democracia que contar con esas figuras republicanas que se asientan en el amplio espacio de la nación, para constituirse en una voz sabia y ponderada en medio del intercambio altisonante que se deja sentir ya por mucho tiempo en la esfera pública. (El Líbero)
Claudio Hohmann