Un sentido de unidad nacional

Un sentido de unidad nacional

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Luego del clima de polarización que se trató de instalar en el país a propósito de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, las Fiestas Patrias de 2023 ofrecen un contraste notable. El mismo Chile que hace siete días aparecía tristemente dividido en bandos irreconciliables, hoy es lugar de entusiastas festejos que celebran lo que nos une. Se hace así evidente lo artificioso del escenario que pretendió imponerse hace una semana, pero también la persistencia de una conciencia nacional: la idea de, a pesar de todo, compartir un acervo de valores y costumbres, sustento de un cierto proyecto que, inacabado e imperfecto, otorga sin embargo sentido a nuestra vida en común.

Miope sería desconocer que ese proyecto ha estado en crisis desde hace por lo menos una década.

Los consensos que movilizaron al país en torno a la democracia y a un desarrollo fundado en el libre despliegue emprendedor y en la apertura al mundo, se han debilitado dramáticamente. Los traumáticos hechos de octubre de 2019 mostraron que, para todo un sector de nuestra política, la lealtad institucional y el rechazo a la violencia —dos pilares del proyecto democrático— no eran valores intransables, si es que renunciar a ellos o relativizarlos podía ser una herramienta eficaz en la búsqueda del poder. Hoy, que suele hablarse con liviandad de avances y retrocesos “civilizatorios”, el recuerdo de la destrucción de nuestras ciudades asoma como el ejemplo más evidente de barbarie, vergonzosamente avalada por muchos. Es cierto que el país tuvo finalmente la capacidad de encauzar institucionalmente esa crisis mediante trabajosos acuerdos, pero las consecuencias de lo vivido —desde su impacto en la seguridad pública hasta la degradación de la vida política— siguen manifestándose incluso ahora. En este sentido, la difícil labor que lleva a cabo el actual Consejo Constitucional puede ser una oportunidad para dar un cierre a aquel ciclo octubrista que tanto costo le ha traído al país, si bien la experiencia de 2019 y luego la de la fallida Convención justifican la cautela y el escepticismo ciudadanos.

Otro factor de crisis, después de décadas de crecimiento que permitieron a millones salir de la pobreza y avizorar una vida mejor para sus hijos, el prolongado estancamiento económico amenaza esa esperanza. Los ahorros del pasado permitieron paliar el impacto de la pandemia con generosos subsidios, los que en algunos casos se han extendido en el tiempo. De este modo, las estadísticas sociales siguen mostrando resultados halagüeños, pero ello no puede ocultar el deterioro de los ingresos autónomos de nuestra población más vulnerable. Efecto de un mercado laboral resentido —y al que las políticas del Gobierno agregan nuevas trabas—, es también la manifestación más dramática de una economía que, moviéndose en la mediocridad, se va haciendo incapaz de generar mejores oportunidades para las personas.

En fin, debilitan la idea de un proyecto compartido las graves falencias que en los últimos años solo se han acrecentado en áreas sociales fundamentales, como son la educación —aún sin un plan potente para superar el grave retroceso sufrido en pandemia—, la salud —que suma a la crisis de las listas de espera aquella otra que pende como amenaza sobre el área privada— y la vivienda. Es también difícil, por cierto, que pueda fortalecerse un sentido de unidad cuando en distintas áreas del territorio las personas viven bajo una permanente incertidumbre respecto de sus bienes y de su propia integridad, sea por la acción terrorista, sea por la penetración del crimen organizado en sus barrios. Paradójicamente, mientras el actual oficialismo insiste en un discurso que identifica equivocadamente el interés nacional con el intervencionismo del Estado, este último se muestra portentosamente ineficaz en cumplir su tarea más propia, la de garantizar el imperio de la ley, para que los ciudadanos puedan desarrollar libremente sus vidas.

Con todo, tal vez los mayores embates contra el sentido de unidad han provenido en los últimos años de un sector del mundo político que ha medrado a partir del cuestionamiento a los acuerdos que laboriosamente el país había alcanzado. Como en el pasado, otra vez se ha intentado levantar un proyecto político a partir de la confrontación, construyendo un “enemigo” y denunciando los consensos como falaces instrumentos de dominación y abuso. La fallida Convención Constitucional llevó esto a un extremo, al denostar toda nuestra historia y pretender deconstruir el país en una suma de “naciones”, territorios e identidades, negando la idea básica de igualdad ante la ley, para ofrecer una suerte de remedo posmoderno de las antiguas sociedades estamentales, donde los derechos estarían determinados por las respectivas etnias y grupos de pertenencia. Fue presentada esta propuesta insensata como epítome de justicia, promovida por el Gobierno usando el aparataje del Estado y defendida (“se acerca a lo que yo siempre soñé”) incluso por voces que ahora llaman solemnemente a no repetir los “errores” de la experiencia que antes alabaron.

El categórico rechazo a ese texto fue una muestra de la sorprendente fuerza del anhelo de unidad nacional: sobreponiéndose a un momento de crisis y confusión, haciendo caso omiso a promesas de un hipotético bienestar que se conseguiría a punta de declarativos derechos sociales, los chilenos ratificaron su decisión de seguir siendo parte de un proyecto común. La persistencia de esa voluntad es el sentido profundo de la celebración de estos días, y que se refleja en la valorización de aquel conjunto de costumbres y tradiciones que suelen identificarse con la idea de chilenidad. Concepto este elusivo y en permanente evolución —y de allí el sinsentido que tenía la idea de constitucionalizar algunas de sus expresiones—, lo vivido en estos años por el país no ha hecho sino tornar más patente su importancia. Cabría esperar que las autoridades, que se esmeran en estas fechas por mostrar una estudiada adhesión a esas tradiciones, comprendan finalmente lo que ellas significan y cuán incompatible es con seguir tensionando y polarizando al país. (El Mercurio)

Marcela Cubillos