Un Presidente desconcertado

Un Presidente desconcertado

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La entrevista de Cristián Warnken mostró, como pocas, la personalidad del Presidente. Las respuestas previamente meditadas, no sirvieron para ocultarse frente a un entrevistador que no tenía el menor ánimo de condescender con él y además impredecible.

Lo que más llama la atención en las intervenciones del Presidente es que todo en él remite a su yo, a su subjetividad. Una comparación con Lagos es ilustrativa. Hay pocas personas con más sentido del yo que este último; pero cuando él habla inevitablemente transpira una comprensión de lo colectivo. Lagos amplifica su yo con lo colectivo. El caso del Presidente Piñera es distinto. Piñera reduce el mundo a sí mismo, a su presencia en él. Lo que dice no transpira un sentido de lo colectivo, sino un esfuerzo por salvar su imagen del yo, aquella imagen que atesora acerca de sí mismo. Lo confiesa casi al final: no cree que el político deba ser temido, él prefiere ser amado. Esto es lo que explica que se esmere por demostrar que sabe, que conoce —de ahí la permanente enumeración de esto y de lo otro, por mostrar el detalle—, pero al hacerlo no se nota, desgraciadamente, comprensión de la circunstancia en medio de la que estuvo y está inmerso.

Cristián Warnken le cuenta lo que oyó en octubre en la calle acerca de él. ¿Alguien le dijo algo bueno? Por supuesto no digo en lo personal —aclara el Presidente. Pocos momentos de esa entrevista fueron más significativos. Es cosa de recordar a Freud. Si el paciente dice “no es personal”: entonces —es la lección de Freud— es personal.

¿Quién es Sebastián Piñera, quien dice que estamos en guerra o quien encontró maravilloso lo que ocurría? —pregunta el entrevistador recordando octubre.

La respuesta es vaga, vacilante. No hay contradicción entre encontrar valioso lo que dicen los ciudadanos y condenar la violencia —dice el Presidente. Pero pedían su renuncia —dice el entrevistador. No hubo respuesta.

Con una enumeración eterna comienza a referirse a la Constitución. Esto sí pudo ser importante; pero desgraciadamente no lo fue o, más bien, lo fue porque mostró la indecisión. El Presidente quiere una Constitución con separación de poderes; que se la juegue por valores; un acuerdo serio, respetable. Dice que es mejor discutir la meta que el camino; pero su descripción de la última brilla por su ausencia, se inunda de vaguedades, lugares comunes, palabras cuyo significado, por lo amplio, se mantiene en las sombras. Decir —ni un partidario sería capaz— que en esa respuesta hubo profundidad sería mentir.

¿Algún defecto? Tengo muchos, responde. El principal contra el que el Presidente dice luchar es la impaciencia que lleva, agrega, a cometer errores. Relata luego cómo era en el colegio y en ese momento —cuando el yo brota, cuando se deja inundar por él, por su ideal del yo— es el único momento en que el Presidente se siente cómodo. Sus días en Harvard, su desempeño, esas cosas que denotan que el niño anhelante de reconocimiento sigue vivo, demasiado vivo en él, es quizá la parte donde se siente como pez en el agua. De nuevo el yo que lo domina, ese yo que lo hace ver a través de la gente sin detenerse en ella. Recuerda a Allende y lo que en ese recuerdo le despierta admiración —y esto sí es significativo— no es el drama, es el protagonismo ¿Qué pensaba él, Allende, en ese momento en que era protagonista? —es la pregunta presidencial. Ser protagonista: el deseo del Presidente. Es imposible ignorar esa identificación inconsciente que lo retrata. La política es ingrata y si uno no tiene el corazón en llamas, entonces no vale la pena —dice en un momento el Presidente. Quizá habría que observar que esa llama animada por el interés colectivo, si alguna vez la hubo —la entrevista de Warnken lo puso de manifiesto—, comenzó a extinguirse.

Carlos Peña

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