Un Nobel para Zelig

Un Nobel para Zelig

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Trump asumió hace menos de ocho meses y pareciera una eternidad. No sólo por su incesante afán de estar activo en asuntos domésticos. Apabullante es su caudal de iniciativas, de ideas y de narrativas nuevas respecto a materias internacionales. Es como si quisiera estar jugando contra el tiempo.

Es cierto que la retórica y el histrionismo constituyen el grueso de su protagonismo, pero su intensa presencia física y política en los más diversos focos de conflicto en el mundo es indesmentible. Por lo mismo, no son pocas las veces que desconcierta a sus variados contertulios.

De paso, el torrente de declaraciones da la impresión, a menudo, de contradecir posiciones previas o bien parecieran lejos de cualquier aproximación político-diplomática convencional. Con Trump nunca se sabe. Lo único claro es que pareciera vivir una suerte de elixir confrontando a los políticos más diversos y haciendo propuestas que nunca nadie pudo imaginar.

Ilustrativos son el reclamo de devolución del Canal de Panamá o la anunciada anexión de Groenlandia, la deportación de indeseables centroamericanos a Uganda o la sugerencia de que Canadá se integre formalmente a los EE.UU. como un estado más. En general, se asiste a un conjunto algo extraño de iniciativas. Como si todo fuese una extra-realidad.

Imposible no encontrar en tal comportamiento trazos de Zelig, ese personaje de Woody Allen en un film, situado en las décadas que va de los 20 a 60 del siglo pasado, que logró dos nominaciones a los Óscar. Allen muestra allí un individuo dotado de una extraña, pero embrujante, capacidad de mimetizarse en las situaciones más disímiles. Lo hace incluso físicamente. Por ejemplo, irrumpe en ciertos ambientes hablando un inglés refinado, o bien en otros, hablando de manera tosca. La enorme capacidad de mimetizarse lo lleva a emerger flanqueando a personajes tan distintos como Chaplin, Hitler, Goebbels, Al Capone, John Lennon, John Kennedy, el Papa Pío XI y muchos otros más. Imposible no tener hoy reverberaciones de aquella película ante los sucesivos desplazamientos y declaraciones de Trump.

Es justamente en medio de aquel torbellino, donde se ha hecho audible una iniciativa sugerente, aunque algo controversial. La posibilidad de que le sea otorgado el Premio Nobel de la Paz.

Argumentos a su favor hay una buena cantidad. También políticos relevantes de varios países. El punto controversial radica en que el Nobel es un reconocimiento de alcance mundial que sugiere un mínimo de aval público y de simpatías. Podría decirse que siempre es deseable un cierto consenso en los diversos entornos internacionales. En consecuencia, ahí descansan las opiniones contrarias. De la mano, desde luego, del espectro woke, el cual ya ha empezado a agitarse. Ven el asunto con inevitable amargura.

En tanto, los argumentos que acompañan a Trump destacan el trabajo diplomático y de Inteligencia desplegado en estos ocho meses. Han sido intensos. Su meta es morigerar algunos de los conflictos más fuertes. Varios de larga data y que amenazaban con tornarse explosivos.

Por ejemplo, aquel que desangra desde hace décadas a Ruanda y su vecino, el antiguo Congo Belga. Los cancilleres de ambos países asistieron a la Casa Blanca para firmar ante Trump un tratado de paz, aunque nadie puede augurar sea definitivo. También puso su ánimo pacifista sobre el enfrentamiento armado entre India y Pakistán (ambas potencias nucleares y misilísticas) para que des-escalaran a tiempo. Circula la especie que también habría evitado un enfrentamiento entre Serbia y Kosovo, aunque hay escasa información pública. Además, está la llamada “guerra de los 12 días” entre Irán e Israel, concluida con una intervención acotada, pero fulminante de EE.UU., poniendo, aparentemente, punto final al programa nuclear iraní. Por último, está el cese al fuego entre Camboya y Tailandia, finalizado con telefonazos personales de Trump. También se le suma el llamado Acuerdo de Abraham, firmado con el auspicio de la anterior administración Trump y que apaciguó los ánimos entre importantes países árabes e Israel.

El listado es verídico, aunque carece, por ahora, de suficiente fuerza persuasiva en el resto del mundo, especialmente por aquello del músculo fuerte que necesita el Nobel. No debe olvidarse que la Academia sueca debe dirimir una adecuada interpretación de las directrices dejadas por el filántropo Alfred Nobel, donde destaca el “idealismo” que deberían profesar los ganadores del premio.

Sin embargo, aparte de insuficiente, se observan ciertas limitantes estructurales. Los conflictos intra-africanos son, en la práctica, interminables. Tampoco hay razones de peso para que la tensión indio-pakistaní finalice. Lo de Kosovo continuará en stand-by. Por último, si los clérigos iraníes siguen al mando del país, es muy probable que pronto se descubra un resurgimiento del programa de producción de armas de destrucción masiva. Por lo tanto, el itinerario vital que exhibe el mandatario estadounidense en esta materia pudiera no ser suficiente.

Probablemente, conscientes del valor político intrínseco que tiene el Nobel, una pléyade de políticos de varios países aparece convencida de los esfuerzos humanistas de Trump. Hasta ahora, patrocinan la idea el premier israelí, B. Netanyahu, el premier de Pakistán, Sh. Sharif, el gobierno de Camboya (de manera formal), los jefes de gobiernos de Ruanda y Congo, el premier húngaro V. Orban, el presidente de Bielorrusia, A. Lukashenko y el presidente de Gabón, B. Nguema. Y, desde luego, la adhesión inminente de otros líderes de Europa del Este.

De alcanzarlo, Trump se convertiría en el quinto mandatario estadounidense en obtenerlo. Con anterioridad lo han recibido, Th. Roosevelt (1906), W. Wilson (1920), J. Carter (2002, cuando ya había abandonado la Casa Blanca) y Barack Obama (2009). También le fue concedido al entonces secretario de Estado, Henry Kissinger (1973), junto al diplomático de Vietnam del Norte, Le Duc Tho, por haber alcanzado acuerdos que permitieron poner fin al conflicto que tanto preocupaba a la opinión pública occidental aquellos años.

Ese reconocimiento ha sido probablemente el más polémico en la historia de estos premios, otorgados desde 1901 (con excepciones). El problema surgido en torno a Kissinger fue el ruido acusador de haber autorizado a bombardear otras zonas de Indochina, lo que habría roto el espíritu intrínseco del reconocimiento Nobel. Curiosa acusación, pues, mirado en retrospectiva, y teniendo en consideración la próspera relación actual que tienen EE.UU. y Vietnam, fue precisamente el tenor de aquellos acuerdos los que le pusieron la lápida a dicha guerra.

La verdad es que los Nobel, especialmente los adjudicados en Literatura y en este de la Paz, nunca han gozado de unanimidad. Se dice que a veces se premia a figuras de discutibles virtudes. O bien, que se aplicaron criterios muy subjetivos. En el caso del de Literatura se criticó en su tiempo no adjudicárselo a León Tolstoi por razones políticas. En los setenta pasó algo análogo con Borges, contra quien hicieron lobby activistas chilenos y argentinos por suponer que tenía simpatías por los regímenes militares. Y el de la Paz nunca se lo dieron al checo Václav Havel ni a Gandhi ni a la filipina Corazón Aquino, pese al aval con que contaban en la opinión pública mundial.

En suma, las consideraciones políticas han estado siempre presentes, por lo que, si Trump lo recibe, habrá críticas. Muchas, desde luego, obsesivas. Como dice D. Murray, tales críticas pertenecen a aquellos temas que quedan para la psico-historia. (El Líbero)

Iván Witker