Indispensable para ser constituyente: la capacidad de conversación, digo yo. La de asombrarse ante lo que diga otra persona y la curiosidad de saber algo más. La atención a esas carambolas del pensamiento que choca con otro pensamiento, y ambos, entonces, cambian de dirección. A veces, sacando chispas, hasta relámpagos, por qué no.
El pensamiento propiamente humano, nos dicen, es así. La docta ocupación, el trabajo intelectual duro, crean las condiciones para esos relámpagos y esas carambolas, esos momentos de “¡eureka!” que no se producen en los pupitres, sino a veces en el baño de tina de Arquímedes, como cuenta la leyenda filosófica. Cuando, de puro cansados de la cabeza, salimos a caminar. Cuando pajareamos. Al despertar, tras dormirse con un problema en mente. O cuando conversamos con otros, sin tema fijo, de cualquier cosa, y nos escuchamos de verdad hasta los gestos, hasta los silencios. Cuando menos se piensa salta la liebre, dicho muy empleado en Chile. Conversemos: sin querer llegaremos al meollo del asunto. Conversar, a lo mejor, es pajarear varios juntos, dejar espacio al contacto, al cambio de rumbo, a resultados que no son una simple suma, sino una potencia. Vamos soñando, soñando la Convención.
Soñando, digo, porque hemos ido perdiendo el oficio, la práctica y el arte de semejante conversación. (“A lo mejor soy un sobreviviente”, escribió Nicanor Parra.) Cada día nos enfrentamos en los medios y en redes como Twitter justamente a lo contrario, a una ola de enunciados binarios, con poco espacio para el juego y mucho para la ira, y bloqueamos a los que nos molestan. Cada día hay algoritmos que creen interpretarnos y nos ofrecen lo que ya saben que queremos ver y oír en cuanto a noticias, en cuanto a música y en cuanto a series y películas: se crea una burbuja cibernética. La recorremos “fingiendo lucidez/ en un laberinto de espejos”, dice un verso de Lihn escrito hace muchos años y para otra cosa, que entra por carambola en esta columna. Terrible que el mapa ilimitado del mundo, con todas sus líneas, termine por reflejar, como en el cuento de Borges, la propia cara mirándose al espejo. La tecnología ha elevado a la suma potencia una tendencia de la especie humana y ahora abrumadores algoritmos van haciendo harta fuerza, harta fuerza para que cada persona viva la burbuja propia y placentera.
Placer y goce (lo recordé recién para Puerto de Ideas) no son sinónimos. El goce se parece más al momento “eureka”, al descubrimiento y al asombro. El placer se parece más al cumplimiento de expectativas tan fijadas como las de un viaje de turismo. El placer se escoge, se planifica y generalmente se paga. El goce salta inesperadamente, más allá de toda expectativa: nos sorprende, nos conecta con “lo que estamos siendo sin saberlo”. Eso que se coló es verso de César Vallejo.
Un esfuerzo por salir del placer de la reiteración de lo mismo, y entrar al duro goce de lo inesperado. Una práctica del pensamiento humano, de descubrimiento y de empatía con lo ajeno, no solo de refocilarse en lo que más se me parece. Soñar no cuesta nada, esa era frase de “La familia chilena”, un programa de radio de los remotos años de mi niñez. Tal vez se acuerden los mayores de don Gervasio, un personaje. Era sordo, el pobre. (El Mercurio)
Adriana Valdés