“¿Qué hago yo aquí?”, me pregunto mientras recorro los largos pasillos del Congreso Nacional pisando las alfombras gastadas donde se ha paseado la historia. Allende, Frei, Alessandri y tantos fantasmas deambulan y su ausencia pesa. Es uno de los largos tiempos muertos entre reunión y reunión para llegar a un acuerdo sobre el nuevo proceso constitucional. Cuántas discusiones, cuánta pasión, cuántas traiciones, cuántos encuentros. Nadie entra en la política para encontrarse con un mundo puro: la política es impura como la vida, y aquí estoy con un pie adentro y otro afuera. Me siento extranjero en un mundo de códigos que no manejo bien, desconfiado, pensando que todo esto es un baile de máscaras. Dudo a veces si vale la pena haber dejado mi torre de marfil por el foro. Pero este viejo edificio me emociona. Aquí Neruda pronunció memorables discursos, aquí alguna vez la oratoria de alto nivel esplendió: ahora son tiempos más pragmáticos, más de guarismos que de bellas oraciones subordinadas o yuxtapuestas.
Los funcionarios del Congreso se muestran serviciales y atentos, conscientes del lugar histórico y republicano donde trabajan. Pero muchos senadores y diputados parecieran dudar de la legitimidad democrática de la institución que representan, e insisten ante las cámaras y en las reuniones en el peligro de una democracia “tutelada” (usan ese adjetivo), si es que el Congreso elige expertos para elaborar una Constitución. Un diputado llega a afirmar que no es tarea del Congreso elaborar constituciones. La tentación de la democracia directa sigue en el aire, a pesar de los desastres recientes. Dudar del órgano más importante de la democracia representativa puede constituir una abdicación muy peligrosa: por ahí entran los populismos de distinto signo. Me parece escuchar la voz ladina de Pinochet denostando a los “señores políticos”, “los honorables a la parrilla”, como los llamaba un periodista de la vieja guardia, Lira Massi. ¿No es acaso hora de reafirmar la importancia de este Congreso en horas cruciales como esta?
Muy cerca de aquí, un grupo de convencionales embriagados de espíritu refundacional estuvo a punto de eliminar el Senado, la institución más antigua de la República. Afuera, Pancho Malo y su grupo “Los patriotas” gritan sin cesar consignas insultantes contra los que estamos adentro intentando fraguar un acuerdo. Sin darse cuenta, los que en sus discursos insisten en debilitar las instituciones representativas enarbolando la “soberanía popular” (como si este Congreso no hubiera nacido de ella) se hacen eco indirectamente de los vociferantes callejeros. Muchos alguna vez soñaron incluso con romper las barreras entre la política y la calle y recibieron con vítores, aquí, a la “primera línea”, olvidando que si estos altos muros de albañilería resistente existen, es justamente para contener y poner límites a la violencia siempre a punto de estallar y que vive bajo una delgada capa civilizatoria llamada “democracia”. ¿Cómo sobrevivió este bello edificio decimonónico a los pirómanos, saqueadores, devastadores del espacio público, que se abalanzaron como demonios cuando perdimos la convicción en ella? La democracia representativa es un milagro. Es un milagro que estemos aquí a punto de llegar a un acuerdo razonable, después de haber estado cerca de hundirnos en el abismo de la intolerancia. Hay que invocar a los ilustres fantasmas republicanos y hay que mantener a raya a los demonios.
“¿Qué hago yo aquí?”, me pregunto otra vez con extrañeza. No alcanzo a responderme y ya me veo a mí mismo con un lápiz firmando un acuerdo. Ese lápiz es la única arma que debemos blandir para defender una causa. Acabo de firmar y con los otros firmantes ya soy un fantasma más en este viejo Congreso que nos sobrevivirá. ¿Qué nuevos demonios volverán a la carga? No dejemos de caminar y conversar y acordar juntos sobre estas alfombras gastadas. (El Mercurio)
Cristián Warnken