Debemos aspirar a un país en el que los hijos de un profesional o un trabajador calificado logren un ingreso 50% superior al de sus padres, con trabajos más gratificantes y con más tiempo libre para cultivar su vida personal; donde todos nos sintamos orgullosos del Chile que tenemos, como ocurría hace 20 años; donde haya más y mejores escuelas y hospitales; una sociedad que se acerque a la verdadera “vida buena” en la Polis que ideaba Aristóteles hace casi 2.400 años.
¿Cómo lo logramos? Una clave la encontramos en la simple aritmética: se requiere crecer al menos 5% al año por 10 años consecutivos; con respeto cito al expresidente Lagos: “el resto es música”.
El vaso medio lleno es que tras años en que varios actores públicos negaron la importancia fundamental del crecimiento, por fin este se ha vuelto a poner en la agenda pública.
Pero para crecer, se requiere capital físico y humano, y aumentos en la productividad. Estos tres pilares combinados son una receta probada para la mejora en los niveles de vida. Para promoverlo hay elementos fundacionales: derechos de propiedad; mercados flexibles; facilitar la acumulación de capital físico y humano; reglas estables y resolución de conflictos expedita; un sistema financiero profundo y apertura comercial, entre otros. En el centro de esto está un Estado con vocación de facilitador, más que de gestor o guardián.
La inversión no es solo un concepto macroeconómico, es algo tangible, una nueva mina, una fábrica, un puerto, un edificio o un camino.
Y sí, todo nuevo proyecto tiene impacto de algún tipo, en la naturaleza o en el patrimonio. Lo relevante es acordar hasta qué grado de impacto estamos dispuestos a tolerar. La fantasía del cero impacto se ha extendido hasta capturar en la práctica a la capa media de decisiones de todo el aparato estatal. No es solamente que se den los permisos con más lentitud, es que cada proyecto debe lidiar con múltiples entidades, con mandatos específicos, muchas veces influidas por grupos de opinión con agendas propias, que exigen casi cero impactos en su ámbito. Ante esto, el resultado es muy predecible: no haremos nada.
El concepto de “permisología” ha permitido poner en la agenda pública y legislativa algunas de las actuales falencias; sin embargo, es solo la primera capa de algo mucho más profundo. Es tiempo de una reingeniería de procesos completa para volver a diseñar flujos de decisiones, cambiando instituciones y mandatos legales, incluido el rol de tribunales, para evitar su captura por agendas específicas, e incorporando el rol de facilitador que debe tener el Estado.
Sin embargo, esto solo será posible revirtiendo el cambio cultural, de paradigmas y de discurso que ha pasado ante nuestros ojos. Requerimos una clase política que se la juegue por un Estado que crea en las empresas, de todos los tamaños y en todas las industrias, y que piense cómo les facilita el camino para que sean atractivas, inviertan y emprendan. Un Estado valiente para aunar voluntades y alcanzar consensos en lo que estamos dispuestos a impactar, porque impacto y renuncias habrá. Un Estado que considere una buena noticia que haya un proyecto nuevo y que a las empresas les vaya bien.
En resumen, trazar voluntariosamente el futuro de una sociedad es tarea inabarcable e infructuosa; saldrán productos, industrias y servicios que quizás hoy no sospechemos; por lo tanto, se requieren menos visiones estratégicas con ideas alambicadas; se necesitan mensajes simples y directos que movilicen a la sociedad y a la clase política, que para mí se podría resumir en una sola frase: quiero que mi país le genere más y mejores oportunidades a la siguiente generación. (El Mercurio)
Antonio Büchi
CEO de Entel



