Hace poco menos de cinco años el estallido social instaló en la élite y en muchos chilenos una duda profunda y trascendental. ¿Se desvanecía a ojos vista el sueño chileno del desarrollo? ¿Habíamos albergado por años una ilusión que de pronto se esfumaba al fragor del fuego y la violencia que azotaba a Chile por los cuatro costados? ¿Es que volvíamos a ser, nuevamente, un caso de desarrollo frustrado, como lo ilustró el economista Aníbal Pinto Santa Cruz en el conocido libro que escribió hace 65 años a propósito de nuestro desarrollo fallido de la primera mitad del siglo 20?
De alguna forma la crisis sanitaria de 2020 y los dos procesos de redacción de una nueva Constitución -y los sendos plebiscitos que les siguieron- dejaron en suspenso una respuesta a esas interrogantes existenciales. En el intertanto acontecieron dos hechos de gran relevancia que se han sumado al cuadro general: la elección de un gobierno presidido por el primer Mandatario de izquierda desde la recuperación de la democracia; y, la instalación del crimen organizado en el país, “la mayor amenaza actual contra el Estado de Chile” en palabras de Ascanio Cavallo.
Ambos fenómenos, si es que algo, contribuyen a reforzar esa dolorosa noción provocada por el estallido social. Han pasado cinco años y aunque la inestabilidad institucional ha quedado definitivamente atrás, el país no parece encontrarse más cerca de la anhelada meta del desarrollo. El esmirriado crecimiento potencial de la economía no augura un futuro auspicioso ni mucho menos. Podría ser todo lo contrario: que una segunda década perdida -la que sucederá a los últimos diez años de casi nulo crecimiento- nos aleje irremisiblemente de la meta.
El gobierno de Gabriel Boric descubrió con tardanza que el crecimiento requiere de políticas públicas específicamente orientadas a ese fin -nada de eso se contemplaba en su programa de gobierno-, y que el estancamiento económico generado por la desconfianza de los inversionistas no se revierte de la noche a la mañana. Su administración, jugada a fondo por la aprobación del plebiscito de 2022, perdió un tiempo precioso, la primera mitad de su mandato. Las proyecciones de este año y el próximo muestran que el crecimiento promedio del periodo será de los más bajos -junto al de Bachelet II- de las ocho administraciones que han gobernado desde 1990.
Por su parte, los peores efectos del crimen organizado ya se dejan sentir sobre la actividad económica y se podrían padecer con más intensidad en los próximos años si no somos capaces de detener la escalada que ha experimentado en apenas unos pocos años. Ningún país ha alcanzado el desarrollo pleno enfrentado a lo que Cavallo considera “un estado de preguerra” con el crimen organizado, y a su enorme capacidad de corroer instituciones claves para ese fin.
En una notable entrevista del fin de semana el economista Ricardo Caballero insinuó una ominosa posibilidad: que la etapa chilena del jaguar podría haber sido una de “crecimiento fácil”, que por eso mismo no tiene cómo continuar. El que requerimos ahora para alcanzar el desarrollo será uno de creación destructiva -generando así la necesaria reorientación de los recursos y la modernización institucional-, notablemente más desafiante para el sistema político y también para los agentes económicos. Es una etapa que se caracterizará por un “crecimiento difícil” (siguiendo las palabras del economista), cuando los liderazgos políticos para impulsarlo son indispensables y puestos a dura prueba.
Una generación de jóvenes asumió tempranamente el gobierno de la nación haciendo caso omiso a las notorias señales de agotamiento de la etapa de “crecimiento fácil”, sin una propuesta siquiera para emprender la del “crecimiento difícil” que tendría que haberla sucedido a continuación. Es toda una paradoja que quienes sufrirán los efectos del estancamiento secular en el que estamos inmersos sean los propios jóvenes que, todo lo indica, por primera vez en mucho tiempo van a experimentar condiciones de vida menos acomodadas o derechamente más difíciles que las de quienes los precedieron.
Para las nuevas generaciones el desarrollo pleno, que sus predecesores avizoraron en el horizonte, podría convertirse en una meta distante cuando no inalcanzable. ¿Será que la trampa de los países de ingresos medios ha hecho presa de nosotros y se nos ha escapado el sueño de convertirnos en un país desarrollado? ¿Cuál debería ser entonces nuestro plan B? Son interrogantes cruciales que la política, remecida por extraordinarios acontecimientos desde el estallido social en adelante, deberá responder más temprano que tarde. No hacerlo, eso es seguro, nos alejaría definitivamente del desarrollo. (El Líbero)
Claudio Hohmann