Admito que comencé a leerla como un deber. Soy de los que se dan la tarea de leer lo que escriben los amigos cuando envuelven algo personal. Con este ánimo tomé la novela de Genaro Arriagada, el legendario intelectual y líder político de la oposición a Allende y Pinochet, uno de los forjadores de la Concertación y la transición.
El título, «Trotsky y la Marilyn», no me despertaba ninguna simpatía. Su tema, al descubierto en las primeras páginas, aún menos: la historia que va desde la Unidad Popular hasta el No. Al autor le admiro sus dotes como ensayista y polemista, pero uno ya sabe que cuando se cruza la frontera y se penetra en el campo de la ficción esas dotes son un desastre. Con todo, fiel a un estoicismo cuyas fuentes no viene al caso explorar aquí, superé las resistencias y prejuicios y seguí adelante. Hasta que llegué a un punto en que ya no podía dejar la lectura, capturado por una mezcla de curiosidad e identificación y, también, de pura y simple entretención ante una novela que juguetea con los ingredientes clásicos de un thriller : acción, intriga, sexo y traición.
No es mi intención hacer una crítica literaria. Solo puedo decir que he leído muchos cuentos y novelas sobre estos temas, pero nunca mirados desde este punto de vista; el de quien había justificado su oposición a Allende para evitar «una dictadura del proletariado», pero que luego, «con cada nueva noticia de atrocidades cometidas contra los vencidos, esa argumentación le estallaba en la cara mostrándole su futilidad», pues dejaba de manifiesto que la motivación de los vencedores era simplemente «el odio a la democracia».
Arriagada no escribe desde la mirada de los vencedores, desde luego, pero tampoco desde la de los vencidos: desde ahí es siempre más fácil escribir ficción. Lo hace desde la mirada de los «moderados», como los llama el autor, ahí donde no hay lugar para los héroes. Un grupo compuesto por quienes, después de haber encabezado la oposición a Allende, fueron objeto de un «exilio interno, una ciudadanía de tercera clase que integraban una casta de demócratas liberales, humanistas cristianos, socialdemócratas, curas y políticos del viejo orden, a los que los nuevos amos del país acusaban, una y otra vez, de decadentes». Esos que, para «sobrevivir al pesimismo», emprendían el ejercicio patético de defender la libertad mediante «febriles proclamas mecanografiadas que jamás serían recogidas por la prensa» y «seminarios clandestinos en lugares fríos, desharrapados». Todo esto bajo el sino de la culpa y bajo la acusación de traidores, pusilánimes y claudicacionistas.
Arriagada no se priva de lanzar pullas a los vencedores y a los vencidos, unidos ambos por la creencia de que los costos humanos de sus políticas eran nada más que «el ruido de la locomotora que arrastraba a la sociedad hacia un mundo mejor». Tampoco de pintar con humor el backstage de la oposición, como cuando describe a los «pavos reales» que se paseaban por el escenario de los actos masivos «con el mentón elevado, los brazos y las manos cayendo lacias a los costados y la pelvis un poco hacia adelante como si fueran tragando aire por el culo». La novela no concluye, sino -como todo en la vida- simplemente termina. Lo hace con los dos amigos, el «moderado» y el comunista, que en «el camino se habían desprendido de la idea, que alguna vez tuvieron, de que habría en el horizonte una sociedad perfecta», emborrachándose después de la primera manifestación contra Pinochet en el Parque O’Higgins. De pronto el primero pregunta a quemarropa: «El que hoy estemos juntos, ¿es una victoria o una derrota?» El otro, como única respuesta, le dice: «Es un agrado». Lo mismo fue para mí leer la novela de Arriagada.(El Mercurio)