Así como vamos, en un par de décadas en la marcha del #8M solo veremos mujeres adultas, las niñas serán casi la excepción, producto de la gravísima crisis de natalidad que estamos enfrentando. No se trata de un problema reciente, de hecho, la caída en el número de hijos por mujer lleva mucho tiempo, pero recién ahora empezamos a ser conscientes de lo complejo del problema, y de lo difícil que resulta revertirlo. Por otra parte, si bien se trata de un fenómeno global, la caída del número de hijos por mujer se está dando en Chile a mayor velocidad que en muchos países, y se ha acelerado fuertemente en el último par de años. En 2024 el número de nacimientos fue de 135 mil, cifra casi un 50% inferior a la de hace una década, y un 28% inferior a la cifra de hace dos años.
Las causas de esta crisis demográfica son varias y conocidas; se ha escrito mucho sobre lo difícil que resulta compatibilizar trabajo y familia, sobre los elevados costos de la educación (para un grupo minoritario) y sobre la desigual distribución de roles, entre otros, pero creo que hay una muy relevante, y que se menciona menos; el discurso político feminista sobre la maternidad.
Hace un tiempo atrás me tocó compartir un panel sobre temas de envejecimiento de la población con una autoridad del gobierno, quien planteó que las mujeres debíamos postergarnos a nosotras mismas cuando éramos madres. Me llamó la atención, porque esa frase mira la maternidad sólo como un sacrificio (en parte ciertamente lo es), pero deja de lado su dimensión más importante; la felicidad casi indescriptible que trae consigo, y que sólo se puede entender cuando se experimenta. Y hablo de felicidad, no de facilidad, porque no son lo mismo, y en muchos casos son conceptos opuestos. La felicidad no proviene de una vida fácil y exitosa profesionalmente, y si ese es el mensaje que transmitimos, obviamente le diremos a las futuras madres que la maternidad es puro costo, lo que creo es una mirada muy individualista y además alejada de lo que los estudios muestran como las causas de una buena vida, que debería ser el objetivo final que todos buscamos.
Al respecto, probablemente el estudio más valioso e interesante sea el de la Universidad de Harvard “Estudio de Desarrollo Adulto”, uno de los más completos sobre la felicidad y la salud, que ha seguido durante más de ocho décadas la vida de un grupo de personas, para indagar sobre las causas de lograr una vida más sana y feliz. La conclusión es clarísima: son las buenas relaciones interpersonales, los vínculos profundos con otros, los que en forma consistente explican mejores condiciones de vida. No es la riqueza, la fama o el arduo trabajo lo que determina nuestra felicidad y salud a largo plazo, sino la calidad de nuestras relaciones personales. Las personas que están más aisladas son menos felices, su salud declina más rápidamente en la mediana edad, su función cerebral decae antes y viven vidas más cortas que las personas que no están solas. Por supuesto, no se trata de tener un millón de amigos o de fomentar relaciones superficiales en las redes sociales, lo valioso es la calidad de las relaciones cercanas, que normalmente son pocas.
Pienso entonces ¿Puede haber un vínculo más fuerte y profundo que el que se da entre padres e hijos? ¿entre hermanos? Tristemente, con este discurso que pone a la maternidad como un castigo que tenemos que enfrentar las mujeres, que tener hijos sólo nos produce costos y desventajas frente a los hombres, y que sólo a través de un mucho mayor apoyo de toda la sociedad estaremos dispuestas a hacerlo, estamos atentando en contra de lograr vidas más plenas y felices. Por favor, cambiemos ese discurso, para no terminar como viejos con plata, pero muy solos. Tener hijos no es un camino fácil, pero sí de profunda felicidad. (El Líbero)
Cecilia Cifuentes