Tres días sin internet

Tres días sin internet

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Fueron tres días sin internet. Y con la luz eléctrica restringida solo a algunas horas del día. Aquí estamos juntos, compartiendo: inmigrantes digitales y nativos digitales. Ambos unidos ahora por la misma sensación de desconexión. O de conexión absoluta, que había que reaprender. Estamos todos en el presente, el presente existe, se toca, se siente, esplende. No hay nada para distraerse de cada etapa del día (el amanecer, el mediodía, el atardecer, la noche). Entonces recuerdo a Pascal, el pensador del siglo XVII, cuando decía que todos los problemas de la humanidad provienen de la incapacidad del hombre para sentarse tranquilamente solo en una habitación.

En este caso, la habitación es un vasto paisaje casi virgen, montes cubiertos por bosque nativo, una laguna sin motos de agua, un cielo abierto en la noche, en que podemos volver a sentir lo que alguna vez sintieron los primeros hombres: el terror sagrado. Ahí estamos, solos en medio de la naturaleza, sin posibilidad de fuga, mirándonos las caras, prendiendo el fuego común para volver a contarnos los relatos que algún día los padres dejaron de contar a sus hijos, escuchando el silencio y abriéndonos a la posibilidad impensada de que existe vida después de internet. Mucha vida.

Miramos nuestros dispositivos digitales, ahí tirados, inútiles, sin señal, muertos. Aunque nunca una pantalla digital ha estado viva, es un simulacro de vida donde no existe el calor humano de la cercanía, la pantalla digital no se puede acariciar —dice Chul-Han—. Pero Elon Musk inventó una plataforma que permite sostener internet donde no hay señal: algún día estos parajes donde nos hemos vuelto a reconocer (padres con hijos, hermanos con hermanos, primos con primos) tendrán internet. Tal vez no habrá ningún lugar en el planeta no cubierto por la gran Matrix. Elon Musk le tiene vértigo al vacío, tal vez porque ha leído a Pascal cuando dice: “nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin distracciones, sin ocupaciones. Siente, entonces, su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío”. Elon Musk es de los que probablemente no soportan ese “pleno reposo”, esa desocupación en la que nos encontramos indefectiblemente con nuestras angustias, nuestros miedos, pero también nuestro júbilo, el júbilo de simplemente estar aquí. Musk no quiere el júbilo de ser, sino el júbilo de hacer. ¿Qué hacen las manos de nuestros hijos y sobrinos en esos días en que sus dedos no recorren frenéticamente las pantallas ni se sacan selfies para lograr un like? Tomar una caña de pescar y aprender lo que es la paciencia, mirar las ondas del lago, su quietud viva. O tomar un libro por primera vez, a la luz de una vela, y descubrir lo que es recorrer las páginas sin premura, leyendo mensajes impresos sobre un papel también vivo, o simplemente indicar al cielo preguntando a los más grandes cómo se llama esa constelación y esa otra.

Bajo la Cruz del Sur, estos millennials del fin del mundo inician otra vez la aventura más ardua y exigente, pero a la vez la más hermosa y heroica en estos días: la de viajar hacia adentro y también hacia los otros, la de levantar la mirada del nivel al que la había condenado una pantalla, para ver, para mirar, para sentir. Son los esclavos saliendo de la caverna digital a la que se habían autocondenado, creyendo ser libres y dueños de las imágenes (aunque en realidad esclavizados a ellas), y descubrir que la verdadera libertad está al aire libre, pisando la tierra a pata pelada, entre los árboles milenarios que están en red mucho antes que nosotros, desde hace miles de años. Pero habrá que regresar de esta lejanía. Allá nos esperan el griterío informativo, la falta de paz que es la única que permite tomar buenas decisiones. Estos tres días parecieron eternos. Fueron tres días vividos a fondo. Tres días de libertad. Tres días sin internet.  (El Mercurio)

Cristián Warnken