Trayectoria del gobierno y sus equipos

Trayectoria del gobierno y sus equipos

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Con los cambios de gabinete en regímenes presidenciales suele ocurrir que, por un instante, a través de la puerta rotatoria del Gobierno, se cree vislumbrar la trastienda del poder. Se crea la sensación entonces -sobre todo entre los periodistas, en los medios de comunicación y en los circuitos de la opinología- que se ha penetrado en las recámaras donde se toman la decisiones que elevan o dejan caer a incumbentes y pretendientes.

Hay algo profundamente cortesano en esos ritos; con razón el gran sociólogo francés de la distinción y las jerarquías, Pierre Bourdieu, usaba la categoría de nobleza de Estado para referirse a ese pequeño y cerrado círculo que llega al rango más alto del escalafón gubernamental. Es a su espíritu de cuerpo, sus secretas afinidades, su hermandad ideológica, sus saberes arcanos, su unción para las más altas funciones, a lo que -por un momento fugaz- se imagina uno tener acceso.

De allí el alboroto, el trajín de sillas y secretos, la circulación de rumores, la música del poder: quiénes suben a la tarima, quiénes son bajados. Suficiente comentario musical hemos tenido en los últimos días y ya los ecos de lo que pasó y no pasó comienzan a apagarse, sin dejar huella. Recién ahora comienza la conversación sobre la naturaleza del cambio de gabinete, su sentido y efectos sobre el cuadro político y su evolución. ¿En qué consistió la decisión presidencial? ¿Qué significa para la orientación del Gobierno? ¿Mejora o empeora la situación de gobernabilidad del país?

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Por segunda vez en un solo semestre, y en condiciones similares -tras una derrota, electoral y parlamentaria, respectivamente- el Presidente Boric procedió a modificar su gabinete. En ambos casos fue para conjurar un daño mayor para su Gobierno que es, asimismo, la pieza clave del andamiaje político de la sociedad.

Simplificando puede decirse que el primero de esos cambios, en septiembre pasado, después del rechazo de la propuesta de la Convención Constitucional con la cual el  Presidente y sus ministros se habían identificado estrechamente, sirvió para trasladar el centro de gravedad de la conducción política desde Apruebo Dignidad (AD), su propio hogar, al Socialismo Democrático (SD), alianza allegada, como anillo secundario, al Gobierno. En esa ocasión, cambiaron de manos los ministerios del Interior y Seguridad Pública, Secretaría General de la Presidencia, Desarrollo Social y Familia, Energía, y Ciencias, Tecnología, Conocimiento e Innovación. Los dos primeros forman parte del corazón de La Moneda y, en ambos, fueron designadas secretarias de Estado identificadas con la historia de la Concertación provenientes del SD.

En tanto, ¿qué significó el reciente, segundo, cambio ministerial? Sin duda, no fue tan llamativo como el anterior porque no tocó a las carteras afincadas en La Moneda. Pero sí modificó centros neurálgicos del Poder Ejecutivo, como son los ministerios de Relaciones Exteriores y de Obras Públicas, más otros dos con una importante proyección en ámbitos simbólicos de la política, como el ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio y el ministerio de Ciencias, Tecnología, Conocimiento e Innovación.

Además, fue un cambio de mayor cobertura que el anterior, pues involucró -junto con los cuatro ministerios mencionados y el del Deporte- a quince Subsecretarías, cargos claves en la administración del gobierno, incluyendo a carteras de primera importancia como son la Secretaría General de Gobierno, RR.EE., Hacienda, Educación, Salud, Transporte y otras.

En seguida, representó una profundización del desplazamiento de poder iniciado en septiembre pasado, acentuando la dirección reformista entonces iniciada. Si en aquella oportunidad el Presidente comenzó a redefinir sus políticas ajustándolas al ámbito de lo posible y abandonando el maximalismo refundacional del ciclo inicial, el cambio de ahora significa un paso más en esa dirección.

Lo que hace es definir la gestión de las restricciones que enfrenta el Gobierno como nuevo ámbito de lo posible. Restricciones de mayorías y minorías en el Congreso, restricciones presupuestarias (ahora sin reforma tributaria o con una más modesta), restricciones impuestas por las calamidades naturales (sequía, incendios e inviernos crudos), restricciones provenientes de la carestía de la vida y un escaso crecimiento del empleo, de la inseguridad ciudadana y el crimen organizado, de nuestras fronteras del norte bajo la presión de la inmigración irregular, de la violencia endémica en la Macrozona Sur, de un sector salud atravesado por largas colas y el riesgo de un colapso sistémico por la crisis de las Isapres. Y así por delante. En breve, la política es el arte de lo posible pero, adicionalmente, bajo restricciones en aumento.

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Sin duda, el Gobierno Boric estaba ante el imperativo de tener que ponerse a la altura de la magnitud de los desafíos. Y esto obligaba al Presidente a descender de la política como discurso al terreno de la política como gestión burocrática del enorme y complejo aparato del cual es responsable. Según señaló él mismo en un pasaje eje de su discurso durante la ceremonia del cambio de gabinete: “El propósito de estos cambios es mejorar nuestra capacidad de respuesta y mejorar la gestión ante las urgencias que hoy día tiene nuestra Patria y nuestros ciudadanos”. Y enseguida: “Necesitamos equipos con conocimiento del Estado, con energía nueva y, también, con la experiencia necesaria para poder responder sin dilaciones ni excusas las demandas urgentes de la ciudadanía”.

Y al día siguiente, al momento de presidir el primer consejo de gabinete donde participaron los nuevos ministros y ministras, además de las y los subsecretarios que asumieron el pasado viernes, el Presidente reiteró: “Una de las características que tuvimos muy a la vista a la hora de realizar el cambio de gabinete es combinar, por un lado, una mejor gestión y eso se expresa en ministerios con gente probada, con gente que conoce el Estado, con gente con experiencia y en las subsecretarías pensamos también en dar tiraje, en convocar a cuadros jóvenes, a hombres y mujeres profesionales que tienen una vocación de servicio público…”.

Más concretamente, Boric abundó sobre las condiciones políticas para una eficaz gestión, si se desea que el Estado funcione de acuerdo a las misiones que tiene a su cargo. Por eso advirtió a su personal encargado de la alta administración:

“Tengan y carguen permanentemente con ese sentido de responsabilidad, un sentido de responsabilidad que tiene que tener también sentido de urgencia y que les pido encarecidamente que los transmitan también, con mucha disciplina y con disciplina jerárquica, el Gobierno no es una asamblea, el Gobierno tiene jerarquías, que lo transmitan a regiones.

Hemos tenido un funcionamiento deficitario en muchas regiones, quiero que aprieten a los seremis, a los directores de servicio, que les exijan más, que estén más en la calle, que no se muevan solamente cuando ustedes o yo vayamos a regiones, que estén permanentemente ahí, que el Gobierno se sienta”.

Detrás de las apariencias por tanto, y de las escaramuzas interpretativas o la lectura micropolítica del cambio de gabinete, lo que ha ocurrido en estos días es un renovado impulso hacia la conformación de un Gobierno de estilo socialdemócrata, con una nueva sensibilidad generacional y también ideológica. El Presidente parece consciente de que ese impulso necesita no sólo un giro de ideas, programa y personal sino, ineludiblemente, de la gestión. Lo había previsto así la ministra Tohá hace ya un par de semanas, convertida en figura clave de la transformación que viene experimentando la administración Boric.

Algo -como que la gestión importa– de suyo tan evidente en otras esferas de la actividad humana, sin embargo no parecía ser parte de la experiencia vital de los miembros de la nueva generación que llegó, hace un año, a administrar el Estado.

Imaginaban que era un invento ideológico, una suerte de excrecencia de las políticas neoliberales, que busca extender el «gerencialismo» y sus valores de efectividad, eficiencia, rendición de cuentas y evaluación de desempeños y resultados, más allá de la empresa y los mercados. Sin reparar que los Estados y las burocracias, por lo menos hace treinta años, se vienen transformando y racionalizando y buscan -sobre todo en los países más avanzados de la OCDE- alejarse de la pesadez administrativa y de un aparato estatal rutinario, de alto costo y bajo rendimiento, capturado por el funcionariado y los gremios públicos, lento y distante de la ciudadanía, clientelar y vulnerable a la corrupción mercantil, movido por la pretensión de monopolizar lo público y que actúa sistemáticamente de espalda a la sociedad civil.

La propuesta de gestión nacida para contrarrestar tales fenómenos y mitigar o sortear sus efectos fue la del New Public Management (NPM), surgida a comienzos de los años 1990. Como famosamente resumieron Osborne y Gaebler (1992), este enfoque apunta a: (i) desconcentrar la autoridad para introducir flexibilidad en la gestión; (ii) gobernar «usando el timón y no los remos»; (iii) fomentar la diversidad de proveedores de servicios y la competencia en el sector público; (iv) poner el énfasis en misiones y metas y no en reglas; (v) tener a los usuarios (consumidores, clientes) como el factor determinante; (vi) orientar la acción estatal hacia los resultados y no los insumos, y (vii) a una organización emprendedora antes que gastadora.

Si uno escucha con atención el discurso presidencial en torno al cambio de gabinete (ministros y subsecretarios), descubre de inmediato que está poblado de ecos de la doctrina del NPM. Algunas frases ilustrativas bastan para confirmarlo:

  • “…quiero que, en cada una de sus reuniones, sus actividades, sus salidas a terreno, sus discusiones piensen en cuál es el impacto que nuestro trabajo tiene para mejorar la vida de los chilenos y chilenas”.
  • “Hemos tenido un funcionamiento deficitario en muchas regiones, quiero que aprieten a los seremis, a los directores de servicio, que les exijan más, que estén más en la calle, que no se muevan solamente cuando ustedes o yo vayamos a regiones, que estén permanentemente ahí, que el Gobierno se sienta”.
  • “Hay niños y niñas que no están yendo al jardín. Tenemos que llegar como Estado allá para recuperar las confianzas con las instituciones, las confianzas interpersonales, pero también para ganar una batalla que va a ser más dura”.
  • “…con los recursos que hoy tenemos en sus presupuestos que tienen el deber de ejecutar, podemos hacer mucho más”.
  • “hay que trabajar con mucho rigor, con mucha seriedad, pero es importante que estén también en la calle, en terreno, como se demostró en los incendios”.
  • Ya no es tiempo de diagnósticos, somos un Gobierno que tiene un horizonte claro y sabemos que hay mucho que cambiar, tenemos que avanzar hacia el desarrollo”.
  • “El propósito de estos cambios (de equipo) es mejorar nuestra capacidad de respuesta y mejorar la gestión ante las urgencias que hoy día tiene nuestra Patria y nuestros ciudadanos”.
  • “Necesitamos equipos con conocimiento del Estado, con energía nueva y, también, con la experiencia necesaria para poder responder sin dilaciones ni excusas las demandas urgentes de la ciudadanía”.
  • “…de nada sirve echarle la culpa ni a quienes estuvieron antes ni al empedrado; hoy la responsabilidad de tener un Chile seguro, justo y digno es de quienes estamos gobernando y de la sociedad que estamos construyendo”.
  • “El llamado que le hago a mi equipo es a trabajar en terreno, es continuar la senda y apretar aún más el acelerador. No estamos partiendo de cero, ni en este cambio de gabinete ni con este Gobierno”.
  • “Los llamo a desplegarse en terreno, a trabajar desde las regiones, a “chicotear” a sus Seremis, a los Jefes de Servicio, a privilegiar los resultados por sobre la ideología…”.

Más de alguien estará pensando: “Presidente, bienvenido al paradigma del NPM”, convencido de que este ofrece un modelo distinto al de la vieja administración pública y el Estado monopolizador de funciones y gastador de recursos.

De hecho, un buen número de países de la OCDE adoptaron principios y prácticas de NPM, destacándose algunos como Australia y Nueva Zelanda, según queda registrado en el amplio estudio del Centro de Estudios Públicos (CEP) sobre modernización del Estado compilado por Aninat y Razmilic (2018).

Si el actual Gobierno se moviera siquiera algo en esa dirección, que el ministro Marcel conoce de primera mano por haber sido subdirector de Gobernabilidad y Desarrollo Territorial de la OCDE, sería positivo. Sobre todo porque hasta hoy un número significativo de técnicos, ideólogos y expertos de AD resisten con fuerza las ideas-eje del NPM, por considerarlas propias de una concepción neoliberal del Estado o, en el mejor de los casos, una desviación tipo «tercera vía» del pensamiento socialdemócrata.

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Como sea, no se trata de adoptar a fardo cerrado aquel enfoque que, por lo demás, ha evolucionado durante estos últimos treinta años y ajustado sus propios componentes a la luz de las críticas recibidas y de la formulación de paradigmas complementarios, como el de creación de valor público. Este último pone énfasis en aspectos como la densidad y calidad de las relaciones sociales afectadas por las políticas públicas y no sólo en los resultados; acepta por ende la existencia de objetivos múltiples de las políticas entre los cuales se cuenta responder a la ciudadanía, creación de confianza y legitimidad; pone  atención en preferencias colectivas y no sólo individuales; considera diversas formas de accountability, incluyendo supervisión ciudadana y de contribuyentes; promueve diferentes modos de provisión de bienes públicos, pudiendo incluir provisión de agencias privadas y/o estatales según consideraciones pragmáticas (J. O’Flynn, 2007).

Lo más interesante que ha ocurrido con el último cambio de gabinete es que el gobierno Boric -que originalmente se concibió a sí mismo como portador de un mandato y metas maximalistas de refundación de la sociedad y el Estado, tras 30 años de un supuesto gerencialismo neoliberal y retórica socialdemócrata de tercera vía- al entrar al segundo año de su período, lo hace con un perfil profundamente modificado:

  • El propio Presidente da consistentes muestras de haber aprendido aceleradamente a lo largo de una trayectoria incremental (¿alguien duda de esto?), cosa que ratifican los dos sucesivos cambios de gabinete. Ha mudado (o está mudando) su visión de mundo, de la historia y de sí mismo, ascendiendo gradualmente a las responsabilidades de su cargo.
  • Su equipo de secretarios y subsecretarios de Estado se ha modificado ostensiblemente a raíz de derrotas y lecciones obtenidas, adoptando, en coherencia con su jefe, una perspectiva de mayor realismo, pragmatismo y posibilismo.
  • El programa inicial del Gobierno ha sido abandonado -junto con el rechazo de la propuesta constitucional de la Convención y la retórica de un cambio radical de modelo- y está siendo sustituido, no sin vacilaciones, ambigüedades y contradicciones (¿cómo podría ser de otra manera?), por una agenda reformista acotada y un discurso de transformación dentro de la institucionalidad.
  • La hoja de ruta del Gobierno para el segundo año aparece mejor delineada, con prioridades más definidas, si se atiende a las instrucciones dadas por el Presidente a sus ministros. Falta ver si estos -sobre todo en las carteras sociales estratégicas como salud, educación, vivienda, trabajo, transporte y desarrollo social- asumen esas prioridades y ordenan sus políticas, medios y recursos para concretarlas.

Todo esto ocurre, además, en un contexto donde la opinión pública muestra una sensación de mayor confianza y reconocimiento al Presidente y su equipo político-económico de ministros. De hecho, la propia sociedad -en medio de grandes dificultades en varios frentes- mantiene un estado de normalidad institucional, lleva a cabo un proceso constitucional de alta complejidad, el Estado muestra mayor decisión (e incluso algunos resultados) en el enfrentamiento del crimen organizado, los delitos y la violencia, y la economía, a pesar de su negativo ciclo, parece salir adelante.

Es cierto que a pesar de las varias positivas transformaciones experimentadas por el Gobierno a lo largo de su primer año, subsisten en su seno importantes tensiones y falta una movilización mayor de capacidades estratégicas, de gestión y comunicación.
Pero no estamos ante un país que esté cayéndose a pedazos ni el Gobierno es un desastre sin remedio. Tales representaciones son completamente exageradas. Sólo crean confusión y temor, agudizan las dificultades y contradicciones, y crean un ambiente de irremediable pesimismo, al tiempo que erosionan la esfera política y alimentan el sordo resentimiento de los populismos.

También del lado de la oposición de derechas se necesita una mayor disposición a construir acuerdos. Votar contra la idea de legislar una reforma tributaria sin siquiera completar el proceso de negociación parlamentaria, por ejemplo, significa una ceguera respecto de qué conviene al país y de cómo resolver diferencias en materias difíciles. Mas este asunto habrá que abordarlo en otra oportunidad. (El Líbero)

José Joaquín Brunner