Los servicios públicos muchas veces más que una instancia de servicio para personas competentes, se han transformado en un botín político para operadores, muchos de ellos sin ninguna credencial ni trayectoria que avale su presencia en dichos cargos. En tiempos donde la política se encuentra sumamente cuestionada, es preciso tocar este tema tan sensible y recurrente.
Partamos por sentar un principio: el Estado no es patrimonio de la coalición de turno que está en el poder, sino más bien un espacio de servicio a la comunidad y al bien común. Es evidente que la democracia tiene que ver con decidir cada cierto tiempo en las urnas las orientaciones y programas que guiarán la acción del Estado. Así, la ciudadanía se expresa acerca de los énfasis en temas como educación, salud, trabajo y previsión social. Hasta ahí, todo bien. No obstante, eso no significa que los ganadores de las elecciones tengan la atribución de hacerse de los espacios públicos como si fueran herramientas para sus intereses personales o para pagar favores de campaña. Eso claramente sería un abuso tanto respecto de la confianza de los electores, como de la tarea que constitucionalmente tienen asignadas dichas personas.
Se planteó a la Alta Dirección Pública (ADP) como un mecanismo que buscaba paliar esta instrumentalización política de los cargos técnicos. No obstante, su efecto ha sido insuficiente. Todavía son demasiados los cargos que no llevan aparejado este procedimiento. Además el sistema no es impermeable al cuoteo político, porque el tener méritos solamente facilita el quedar en las ternas finales, pero no asegura que el criterio que impere no vaya más allá de los antecedentes profesionales. Tenemos que mejorar este sistema de selección y extenderlo a todas las reparticiones públicas técnicas y a los gobiernos locales.
Sin perjuicio de lo anterior, la profundidad del problema exige una medida mucho más drástica. El poner a alguien que no tiene las competencias a cargo de una tarea que requiere ciertos conocimientos y capacidades es una forma sutil pero clara de malversación de fondos públicos, con un claro perjuicio a la comunidad. Así, me parece que debemos extender el tipo penal de fraude y/o de malversación de recursos del Estado a estas prácticas, posibilitando que los ciudadanos podamos reclamar la responsabilidad penal del funcionario y de aquel que lo propone para dicho cargo ante los tribunales de justicia. Esto generaría una comunidad mucho más exigente, y de paso disuadiría a las verdaderas agencias de empleo que se han tejido en torno a la política.
Para recuperar la confianza en la política tenemos que tener tolerancia cero con la corrupción. Ampliar la Alta Dirección Pública y establecer el delito penal de fraude o malversación de fondos por flagrante designación de personas con fines puramente políticos podrían ser buenas medidas en esa dirección. ¿Habrá coraje político transversal para aquello?


