Sobre nacionalismos y populismos

Sobre nacionalismos y populismos

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Hay un nacionalismo bueno, incluso beneficioso. En el marco de la democracia liberal, el cultivo y la conmemoración de una historia, tradiciones, costumbres y lengua comunes pueden fomentar los lazos de orgullo, lealtad mutua y patriotismo, y unir a un pueblo con fines positivos. En la América Latina actual hay varios ejemplos de lo anterior.

Pero también existe el nacionalismo maligno, que fácilmente se transforma en tiranía. Sus sellos distintivos son la celebración de la unidad racial, la glorificación del autoritarismo y la institucionalización de la intolerancia. En las décadas de 1930 y 1940 el nacionalismo estuvo inexorablemente ligado a estos conceptos – además de la potencia militar y la guerra -, lo cual provocó el rechazo entre los grandes pensadores del mundo.  El nacionalismo, escribió George Orwell en mayo de 1945, es el “hábito de identificarse con una sola nación, situándola más allá del bien y del mal y no reconociendo otra obligación que la de promover sus intereses”.

Hoy, 75 años después, la gran marea democrática que surgió con el fin de la Segunda Guerra Mundial ha comenzado a retroceder desde su punto más alto, en los albores de este siglo. Los movimientos nacionalistas y populistas están renaciendo en Europa, América Latina y Asia. Grandes potencias como Rusia y China están avivando el sentimiento nacionalista y lo están utilizando con fines azarosos. ¿Es este un resurgimiento que podría considerarse como benigno, o más bien el preludio de algo negativo que se estaría incubando? La pregunta surge por una razón obvia: el ascenso de Donald Trump en Estados Unidos. El presidente estadounidense ha demostrado ser ampliamente capaz de activar emociones ancestrales entre sus seguidores, y llevarlas hasta extremos impensados. Pero también entre sus admiradores foráneos.

Así, en el país más grande de América Latina surge el liderazgo del recientemente electo presidente Jair Bolsonaro, impulsor de una suerte de populismo al estilo de Donald Trump. Pero como el presidente de Brasil no se caracteriza por ser un gran orador o un pensador destacado – deficiencias que ponen en duda su capacidad para dirigir algo más ambicioso que un culto a su propia personalidad -, tiene que apelar a intolerancias de todo tipo, exacerbando fanatismos que ya estaban latentes en el electorado brasileño.

Afortunadamente, los chilenos somos diferentes y no vamos a caer en el juego de algunos políticos que intentan promover la peregrina idea de que el país estaría bajo el dominio de la “ley de la selva”, con el propósito de recabar apoyo para proyectos populistas riesgosos y excluyentes. En estos casos, la primera víctima es siempre la libertad individual. Sin embargo, los lazos de lealtad mutua que se encuentran enraizados en las democracias sólidas, permiten al gobernante y a los partidos más fuertes limitar sus propios poderes, fomentando así el pleno ejercicio de las libertades individuales entre todas las personas, incluyendo las minorías. Sólo cuando existe esa lealtad mutua, esa empatía, puede arraigar la necesaria tolerancia.

José Miguel Serrano/La Tercera

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