Un síntoma de la confusión reinante. Veamos.
Jiménez hizo una exposición —¿cómo decirlo?— más bien trivial, una suerte de coaching emocional en el que, junto con algunas comparaciones deportivas en que las políticas públicas y el deporte aparecen hermanados por el management, enumeró lo que sería necesario para alcanzar los niveles, dijo, de Portugal. Hay mucho por hacer y se necesita inversión, inversión e inversión fueron sus notables revelaciones. Fue como asistir a la exposición de un consultor entusiasta asistido por un brillante PowerPoint.
El Presidente Boric, en cambio, hizo algo sorpresivo, y al citar las palabras de León XIV recordó algo que suele olvidarse: que lo que ocurra o no ocurra con la interacción en la sociedad chilena también depende de la voluntad individual, de la agencia que cada uno, conforme a sus convicciones, sea capaz de llevar adelante. Es sorprendente, porque se esperaría del Presidente un diagnóstico (como gustaba decir en los inicios del gobierno) estructural, que acentuara los factores impersonales y de clase que inciden en los problemas sociales, o, como lo hizo la presidenta de la CPC, un discurso más bien motivacional, centrado en la idea de que somos un equipo, etcétera. Pero en vez de eso el Presidente optó por subrayar el papel que las convicciones más íntimas, en este caso religiosas, han de poseer en la vida de las personas. Al oír al Presidente Boric era imposible advertir un cierto desafío, ¿acaso pareció decirles a los empresarios que allí estaban, a los que supuso creyentes, el credo que profesaban carecía de relevancia en la conducta que era necesario llevar adelante y en la forma de concebir los problemas, entre otros, el papel del mercado? ¿Era entonces la fe que profesaban, o decían profesar, una convicción íntima que podía ser separada de sus convicciones económicas y de su papel público?
Se dirá que el Presidente Boric no entiende de economía porque esta se rige por leyes impersonales, formas de causalidad imposibles de modificar, circunstancias que no dependen de la voluntad individual de nadie. Y que por eso su interpelación, sirviéndose de las palabras de León XIV, es propia de quien no comprende la economía y cree que para resolver los problemas que plantea basta la buena voluntad. Pero en tal caso lo mismo habría que decir del Papa León XIV, que es un ignorante bien intencionado y por eso, a fin de cuentas, dañino. ¿Lo dirán?
Pero de todas las intervenciones la de Dorothy Pérez es la que ha despertado más comentarios incomprensiblemente favorables. El tono a ratos informal de su alocución (con referencias a Bombo Fica, cercanas a un stand up) y la suma de diagnósticos que más parecían denuncias de un ciudadano molesto, evaluaciones de política impropias de quien tiene a su cargo el control de legalidad, mostró algo preocupante. Ella comienza a verse a sí misma, o la están convenciendo para que se vea, como una salvadora providencial en un escenario que se presenta como de una corrupción reinante. Lo preocupante es que el arrullo que los empresarios y los medios le han dado a la contralora, y que tuvo un momento culminante en esta reunión, está arriesgando que ella crea efectivamente ser lo que le dicen que es (el faro moral, la única capaz, que si ella lo hizo, ¿por qué los políticos no?, etcétera) y que, convencida de eso, pierda la sobriedad y la contención que se espera de su cargo. Es el mal del halago del tipo que recibió en Enade y que parece estar surtiendo un efecto mil veces descrito: con el arrullo, el halagado comienza inconsciente a repetir para sí mismo una y otra vez la pregunta: ¿Qué quieren que diga esta vez?, ¿qué debo decir para que el aplauso brote de nuevo y el halago no se apague? (El Mercurio)
Carlos Peña



