Sin pausa-Max Colodro

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La renuncia de Jorge Burgos al gabinete estaba sentenciada desde fines del año pasado, cuando luego de no ser informado por Michelle Bachelet del periplo presidencial a La Araucanía, activó su primer intento de dimitir al Ministerio del Interior. La partida de Burgos el día de ayer, no fue entonces más que el final ya escrito de una gestión marcada desde muy temprano por la distancia y los desencuentros con la Mandataria,una relación compleja y a ratos insólita, que vino a agregar una dificultad bien de fondo a la marcha del gobierno.   

De algún modo, la opinión pública se había acostumbrado ya a la extraña circunstancia de un jefe de gabinete desacoplado de la línea oficial del Ejecutivo. Así ocurrió, por ejemplo, cuando cuestionó la permanencia de Cristián Riquelme como administrador de La Moneda o al desmarcarse de una de las causales del proyecto de ley de aborto. En los últimos días, su sepulcral silencio frente a la querella presentada por Bachelet en contra de revista Qué Pas expresó, sin duda, más que mil palabras.

Con todo, la tardía renuncia de Burgos al gabinete no respondió a una situación aislada o circunstancial, sino a un problema de diseño y de conducción política que el Ejecutivo arrastra casi desde sus inicios, y que terminó de hacer crisis cuando las olas de Caval y de SQM empezaron a llegar hasta las orillas del Palacio de Gobierno. En rigor, los ripios que en el primer año de gestión dejaron en evidencia tanto el contenido como la tramitación de la reforma tributaria, fueron el clarificador anticipo de las debilidades técnicas y políticas que han acompañado sin contemplaciones al proceso de reformas llevadas a delante por la actual administración.

Ahora, este cambio forzado en la jefatura de gabinete se agrega a un momento especialmente delicado para el gobierno y la Nueva Mayoría; una coyuntura en que las últimas proyecciones económicas permiten concluir que el esfuerzo por la recuperación de las confianzas es, al menos para este período presidencial, una batalla perdida; donde los niveles de aprobación a la Mandataria porfiadamente se mantienen en mínimos históricos y cuando la paciencia de los movimientos sociales -en particular los estudiantiles- parece estar llegando definitivamente a su fin.

Este es, de alguna manera, el mar de fondo que hoy recibe al recién estrenado ministro Mario Fernández; un político con vasta experiencia y un talante de moderación muy similar al que ostentaba Jorge Burgos, pero que ahora deberá ser puesto a prueba sin pausa en el desafío de ordenar y darle conducción a un gobierno marcado por la fatiga de materiales y la desafección de su base de apoyo. Una tarea clave en momentos en que la autoridad se ve ya forzada a hacerse cargo de las consecuencias políticas y económicas de sus acciones; cuando debe finalmente aprontarse para un nuevo ciclo electoral donde el oficialismo se juega el destino de sus reformas y, quizás también, su propia sobrevivencia como coalición política. (La Tercera)

 Max Colodro

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