“Sin la música, la vida sería un error”, dijo un Nietzsche arrobado después de asistir a un concierto de Wagner: ahí descubrió que la música conectaba directamente con el ser y que, por eso, iba por delante de la filosofía. Con la música, la vida se eleva, se expande, se dignifica en el sentido más profundo de la palabra “dignidad”. Con la gran música, por supuesto, no con el reggaeton que ha invadido nuestra cultura y nos ha llevado más debajo de nosotros mismos (más debajo de la cintura, desde luego), en vez de elevarnos.
Hoy cada vez se escucha menos entre los jóvenes la gran música que es uno de los grandes patrimonios espirituales de Occidente, y no se escucha no porque sea más difícil o ajena a ellos, sino porque quienes toman las decisiones en educación en este país no creen en las capacidades y en la sensibilidad de nuestros niños y al abdicar de esa esperanza, los han condenado a ser rehenes de un mundo de “sonido y furia” como es el nuestro, donde el silencio y la música han sido expulsados. Es imperdonable que el cultivo de la música no esté considerado en los planes de educación como el mejor antídoto contra la violencia, la depresión, la ansiedad que hoy se expanden como peste por los colegios de Chile. Mozart asesinado: eso decía Saint-Exupéry cuando, en un tren en que viajaba, vio a un niño de apariencia angelical (que ayudaría a la creación de su Principito) rodeado de dos padres groseros, bastos, gritándose entre ellos, sordos a las preguntas sensibles de su hijo: ese era “Mozart asesinado”. Hoy ese niño estaría rodeado de dos padres absortos y ausentes en sus dispositivos digitales, sin ni siquiera tiempo de pelearse.
Quien entendió que la música puede ser una fuente de esperanza y paz para las nuevas generaciones (tan necesitadas de ellas) es Felipe Browne, eximio pianista chileno, quien ha hecho una cruzada de llevar Belleza a través de la gran música clásica a más de cien colegios públicos y privados a lo largo de Chile. Su propia historia es conmovedora: estudió piano desde los 8 años, entró al Conservatorio a los 11, partió a Tel Aviv y después a Inglaterra detrás de grandes maestros para aprender la técnica. Así es la vida de los que son “tocados” por la música: son verdaderos monjes, ascetas, con una vida tan exigente o más que la de los deportistas de alto rendimiento. Browne, muy joven, tuvo que soportar la soledad, la lejanía de los suyos, pero dice que logró sortear esas dificultades porque una vez levantó su mano y pidió que otra mano (¿la mano de Dios?) lo sostuviera. Y así sus manos siguieron fluyendo por el piano, a veces único compañero para la soledad. Browne cuenta, al revés de los pesimistas que tienen a nuestra educación sumida en una dolorosa decadencia, que los niños y jóvenes recibían sus conciertos con emoción y, a veces, conmoción. La misma que sintió él cuando tocó por primera vez a Chopin a los diez años y lloró, sabiendo que ahí estaba esperándolo su destino. Hay niños de alta vulnerabilidad que se le han acercado, después de escuchar a Schumann, Schubert o Liszt, a preguntarle: “¿Por qué me emocioné tanto?”. Ahí estaba un músico sensible para contestarles, para tomarlos de la mano, para sacarlos de la pobreza, que no es solo la pobreza social, sino también espiritual, en la que estamos sumidos.
Hoy campean en educación, o los discursos ideológicos, o el pragmatismo ramplón. Navegamos entre esos dos monstruos devoradores de almas nuevas. Y la música excelsa no está en sus prioridades, ni la Belleza. No es un problema de recursos (¡tantos recursos desperdiciados!), es un problema de visión. Debieran multiplicarse las orquestas juveniles (como la de Curanilahue) o las escuelas musicales como la de la pianista Mahani Teave en Isla de Pascua. La música es una escuela de disciplina y también de respeto a la autoridad, al maestro, al director de orquesta, a los grandes creadores. ¿No es eso lo que escasea por todos lados? ¿La tan cacareada “excelencia”? (El Mercurio)
Cristián Warnken