Sin ella

Sin ella

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Se fue la semana pasada, muy sorpresivamente. En los últimos años su vitalidad estaba declinando gradualmente, y ella presentía que su vida se aproximaba a su fin. Solía hablar de ello, aunque por el momento no estuviera enferma de nada serio; solo cansancio y una hipertensión bien controlada. Pero el día 9 del presente no amaneció… es lo que ella le pedía a Dios que ocurriera.

Las personas mayores que me visitaron me dijeron que era una bendición del cielo terminar así, a los ochenta y ocho años de edad, no habiendo perdido la lucidez mental, ni el entusiasmo para hacer las cosas que suele hacer una buena dueña de casa, y además pintar y leer literatura francesa.

Según la opinión de algunos amigos, éramos un matrimonio modelo, casados para toda la vida, con sesenta y cinco aniversarios, pero también con algunos años de separación a medio camino.

El calificativo de “modelo” se debe específicamente al hecho de la reconciliación, porque no es frecuente que esposos separados por problemas que en su momento parecieron insolubles, se vuelven a encontrar, después de un período de maduración por ambos lados, y estén en condiciones de reiniciar una nueva vida juntos, y esta vez para casar a los hijos; recibir a los nietos; comprar una antigua quinta en Limache, con árboles centenarios; refundar el clan sobre bases más sólidas, y ofrecer a los niños un pequeño paraíso, en el cual los abuelos constituyen el fundamento en que se afirma ese orden parental.

Consciente estoy de que ese lenguaje suena como antiguo, pero en este caso es real, y de esa experiencia todos los del clan nos hemos enriquecido interiormente, pues en ese modesto espacio de la Quinta Región reinó la mejor convivencia que he conocido, pues todos los miembros de esa comunidad son de los que piensan que la armonía entre los humanos necesita de un referente trascendente compartido.

Ahora que ella no está, el que sobrevive medita sobre lo ocurrido y deduce que toda persona con la que convivimos por largo tiempo tiene para nosotros dos presencias, una de percepción directa e inmediata (aquella que habla y actúa) y otra difusa, de más amplias dimensiones, en la cual el otro vive inmerso inconscientemente. Solo cuando uno de ellos se va para no volver, hacemos plenamente consciente la presencia mayor, esa que ahora es un vacío extenso, que parece imposible llenar con nada. Es así como la ausente reapareció, como transfigurada, en todo su valor como ser humano, como también el amor benéfico y noble que nos inspiró. (El Mercurio)

Gastón Soublette

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