El presidente conversa en La Moneda con dos de sus ministros más cercanos. Afuera hay protestas y desmanes. Los ministros le piden ceder, porque “el ambiente está muy cargado”. El mandatario responde: “¿Qué sacaría yo con ceder? En dos meses más tendré que volver a hacerlo. En definitiva, me tendré que ir de la Presidencia y el principio que yo defiendo va a quedar muerto… Yo no voy a transigir en cosas de esta naturaleza por ningún motivo”.
Las palabras, por supuesto, no pertenecen al actual jefe de Estado. Las pronunció Jorge Alessandri Rodríguez, el último presidente de derecha elegido en democracia antes de Sebastián Piñera. Tal como este, Alessandri enfrentaba manifestaciones masivas y violentas. A diferencia de él, prefirió aferrarse a sus creencias, evitando así el desastre.
Como ha descubierto en los últimos días el ministro del Interior, la derecha vive “una crisis de convicciones”. La profundidad del abismo en que se encuentra sumida la derecha queda de manifiesto por el solo hecho de que sea el jefe de gabinete de un gobierno que ha mostrado una pasmosa debilidad de principios quien sitúe el problema en la ausencia de estos. Porque, si el referente de las convicciones de la derecha es un gobierno que ha dado muestras de no poseerlas o defenderlas, entonces, ¿qué queda para el resto del sector?
La respuesta es fácil: una larga travesía por el desierto. Es muy probable que Sebastián Piñera termine siendo el sepulturero de varias cosas: la Constitución de 1980, el modelo económico, el sistema de pensiones, el presidencialismo… Pero a estas alturas parece incuestionable que también es el funebrero de la derecha chilena. A esta le tomó 52 años volver a ganar una elección presidencial desde que el “Paleta” triunfó en 1958. ¿Cuántos le tomará ahora rearmarse política e intelectualmente? Los dos gobiernos de Piñera han arrojado una bomba de destrucción masiva en el seno del sector. Su radical desprecio por las ideas –que, seamos justos, viene desde hace largo tiempo en la derecha— ha terminado provocando lo que muchos predijimos que iba a ser: un suicidio político y cultural.
Obviamente, el presidente no es el único al que hay que apuntar. Pero su cuota de responsabilidad es enorme, mayor que la de cualquier otro, en su calidad de figura clave del sector en los últimos 30 años, dos veces presidente y líder de una coalición que ha perdido el rumbo. Su discurso sacado del retail, su modo de conducción egoísta y su estilo personal no son factores de unión, sino de enervación. El país mira irritado a Piñera.
Existe, en todo caso, la probabilidad de que le traspase la banda presidencial a un político de su coalición, porque el incombustible Joaquín Lavín sigue ahí, al acecho, bien ubicado en las encuestas. Pero Lavín –que antes fue Chicago boy y editor de El Mercurio, que antes fue funcionario del régimen militar, que antes nos dijo que Chile le decía adiós a Latinoamérica, que antes fue gallo de pelea, que antes festejó la revolución silenciosa del libre mercado, que antes encabezaba actos masivos pidiendo el retorno de Augusto Pinochet desde Londres—, bueno, Lavín no es más que el símbolo de la crisis de convicciones que hoy descubre Gonzalo Blumel. Al punto que el alcalde no dudó en clavar un puñal en la espalda de Sebastián Piñera –del que antes fue, no lo olvidemos, ministro— al sostener que el bono ofrecido por el presidente para la clase media era “malo” porque dejaba gente fuera. Hoy, cuando a nada se le dice blanco o negro, lo único que un político de “derecha” se atreve a calificar de “malo” es una iniciativa del líder de su sector. Lavín, el alcalde de “derecha” que ha promovido en Las Condes un asistencialismo que ruborizaría a algunos populistas latinoamericanos, no soporta que una política pública deje a alguien afuera. Así están las cosas. Que un liderazgo de esas características sea la esperanza electoral de la derecha solo ratifica –a gritos— la crisis en que esta se encuentra sumida. Lavín podría, quizás, llegar a La Moneda; pero su gobierno –como el de Piñera hoy— no sería de derecha, sino una encarnación del imbunchismo político en el que ha caído ese sector.
Sentado en La Moneda, el presidente debe estar contando los días para que acabe su mandato. Quizás logre concluirlo y pueda seguir hablándole al país como si alguien lo escuchara. Pero lo cierto es que en términos prácticos su gobierno ya ha terminado. Los libros de historia probablemente dirán que Sebastián Piñera gobernó dos veces y que su segunda administración concluyó en 2022. Pero nosotros, los que estamos padeciendo este via crucis, sabemos que “Sebastián el breve” dejó de mandar el 18 de octubre de 2019.
Hay quienes señalan que un cambio de gabinete podría volver a encaminar a un gobierno extraviado. Eso solo sería viable si el nuevo equipo incorpora personalidades capaces de desafiar al mandatario, relegándolo a una posición secundaria, lo cual exigiría de él un inédito sacrificio patriótico. Hasta ahora, sin embargo, Piñera siempre se ha inclinado por gabinetes incondicionales. En el trance en el que se ha puesto, el dilema ya no variará: si quiere rescatar su gobierno, debe mantener la formalidad del cargo, pero resignarse de una vez a la pérdida de la realidad concreta del poder.
Enfrentado a un problema parecido al de Alessandri, Piñera optó por ceder… y nunca, hasta esta semana, dejó de hacerlo. Quiso ahora dar un golpe de timón, mostrar carácter y gobernar, pero ya era demasiado tarde. Su dramática situación no parece tener retorno posible. Integrantes de su propia coalición –unidos a los de una oposición que hace unos meses lo acusó constitucionalmente para sacarlo del cargo— le dieron el golpe de gracia. Alessandri entendió muy bien que, si cedía, “me tendré que ir de la Presidencia y el principio que yo defiendo aquí va a quedar muerto”. Consciente de su autoridad y la majestad del cargo que ocupaba, incluso rechazó en varias oportunidades pliegos sindicales que utilizaban términos irrespetuosos hacia su persona. No estuvo disponible para nada de eso. Piñera pareció comprenderlo muy tarde. A lo mejor logre llegar hasta 2022 (quién sabe qué otras concesiones deberá hacer para conseguirlo), pero es claro que ya no es escuchado y que con él ha muerto la derecha que otrora encabezó. (El Líbero)
Juan Ignacio Brito