Se agrieta el Occidente político

Se agrieta el Occidente político

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Las elecciones europeas han entregado un panorama familiar, sin las alteraciones acariciadas o temidas. Modificaron el panorama alrededor de las posiciones políticas de izquierda y derecha, que podrían alternarse en la administración del poder sin cambiar en el fondo las reglas del juego, la ley orientadora de la política. La misma polaridad derecha-izquierda mostró que existía, si bien enmarcada en una retaguardia, no con el protagonismo de los siglos XIX y XX. El nacionalismo de nuevo tipo se afirma aunque no abruma; de todas maneras, modifica la política europea y de otras democracias por un plazo impredecible, no corto.

Existe sin embargo una tendencia que, fuera de los especialistas, apenas se nombra, y que proyecta una sombra inquietante. Las fuerzas que dieron sustento a una alianza occidental desde hace más de 70 años muestran no solo una curva de debilitamiento, sino que además en sí mismas manifiestan poca inquietud por ello, como si estuvieran perdiendo la fe en su valor y en sí mismas. Es indicativo además que no alcanzaron mayoría absoluta en el Parlamento europeo, aunque es probable que gocen en estos aspectos del apoyo de al menos algunos grupos de nueva orientación, como los Verdes de Alemania, que mal que mal se sumaron con harto ardor a la OTAN para bombardear Kosovo hace 20 años. Sin embargo, ellos también evolucionan en este nuevo ambiente y no parece que lo estratégico sea una de sus prioridades.

En realidad, ¿qué importancia puede tener que exista un Occidente con autoconciencia de ser un centro de gravedad? El autodenominado pensamiento crítico (?), por ejemplo, surgido de lo más íntimo de las ideas del moderno Occidente, aborrece de toda idea de este liderazgo —aunque lo ejerce en otro ámbito—, sin pensar en las posibles consecuencias.

¿Qué es Occidente? Para los efectos de lo que aquí se trata, lo defino como ese círculo de ideas, sentimientos, también centro de gravedad estratégico, de donde surgió la modernidad, Europa Central y Occidental, EE.UU., que se consolida como solidaridad fundamental desde 1945. Se le debe agregar Japón, no solo por ser la tercera economía del mundo, sino también porque retomó su integración a la modernidad política a través de su robusta democracia, reproduciendo la idea de sociedad abierta, el lado positivo de la evolución de estos últimos siglos, a pesar de que no constituye una fuente fecunda —salvo en arte— del debate de ideas y sentimientos globales. Su creatividad reside en ser una gran experiencia en cuanto síntesis de cultura milenaria y la exitosa modernización —hija del encuentro con Occidente—, desgarros incluidos, propios a toda condición histórica, sobre todo después de la guerra.

Porque aquí está el problema. La democracia en el mundo no podría sobrevivir si no conserva robustez en los lugares donde primero nació y creció. Logró sobrevivir allí porque, además de su magnetismo, eran países que poseían los factores de poder —duro y cultural— como para constituir ese centro de gravedad e irradiar un paradigma en organización e ideas, con las tensiones que le son propias a la sociedad humana. Tras 1989, el fin de la Guerra Fría, era el único modelo universal que perduraba; el resto eran sistemas con inercia, carentes de halo político. El fundamentalismo islámico tiene límites culturales, con un espacio geográfico eso sí muy vasto, desde África negra hasta el sudeste asiático.

Lo que vemos es la acelerada pérdida de ese vigor creativo en lo político, en Europa y EE.UU., y se traduce en decaimiento de la noción de intereses y valoraciones comunes. Es la grieta que resquebraja al Occidente político. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois

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