Muchas veces se ha anunciado la pronta caída del régimen bolivariano, y al final cada vez ello no ha sucedido. Ahora estamos en un momento fluido como para pronosticar un desenlace. Ni los Trujillo ni los Somoza se habían atrevido a un descaro de seudo elección como el ocurrido días atrás en Venezuela. Aquellos han tenido sus émulos en los Castro —por más de 60 años se repartían el poder entre dos hermanos— o un Ortega en Nicaragua, quien sobrepasa a otros tiranuelos de América Central. Sobre elecciones, nosotros tenemos que dar cuenta de la Consulta de 1978 y el plebiscito de 1980 (por más que el articulado permanente de la Carta propuesta haya tenido muchos aspectos positivos de acuerdo con una democracia; el rescate vino en los plebiscitos de 1988 y, sobre todo, de 1989). La confusión del hombre o caudillo con el Estado es demasiado antigua en la historia humana: se arrastra a un país entero a su nadir por la conservación del poder de ese caudillo o sátrapa redentor, que hasta tiene goce estético en un final apocalíptico que él imagina glorioso.
A veces retrospectivamente se les asocia a un “proyecto”, para darle un nombre rimbombante, cuando a decir verdad fue medida desesperada, error de cálculo o egolatría pura y dura. Ni siquiera tenían el halo de dictaduras de modernización. Napoleón —no sin ambigüedades, ya que tuvo aspectos que se pueden apreciar como positivos— es quien más ha recibido barniz romántico, en lo internacional más de lo que merece, arquetipo de esa modernidad. En nuestra América, en el siglo XIX, el ejemplo más impactante fue Francisco Solano López, en Paraguay, en este caso un antecesor de los Castro y de Chávez y Maduro, en el sentido de sacrificar a su país a devaneos de grandeza; hay que añadir que su imagen, para el grueso de los paraguayos, es la de una de las grandes figuras de su patria, más que nada debido a su muerte en combate. Estos sátrapas, una vez franqueada cierta línea roja, no tienen mucha alternativa y prefieren caer o morir con las botas puestas. Hussein, de Irak, fue uno de los casos; más atrás, existen muchas pruebas de que Hitler no tenía mayor interés en la supervivencia de los alemanes.
¿Cómo pueden llegar tan lejos? Los sacrificios que los tres Kim en Corea del Norte impusieron e imponen a su pueblo son inenarrables. Aparte del sarcasmo e ironía de representar, en nombre del comunismo, una monarquía sin nobleza, construyen un poder duro que es de temer, y es lo que les importa. Viven de la hostilidad que despiertan, es el oxígeno que les permite racionalizar la satrapía. La supuesta normalidad de relaciones que muchos recomiendan les es inaceptable, porque les roban la excusa de legitimidad. Stalin y Mao además estaban en el cénit de su poder mientras sus pueblos vivían hambrunas con millones de muertos de hambre; decenas de millones, en el caso chino.
¿Cómo lo hacen? En primer y último lugar, crean un aparato que les es fiel, a veces por ideas y sentimientos; otras, por desnudo interés o temor disuasorio, o una mezcla de ambos. Mientras puedan sostener ese aparato —policía, partido de cuadros, grupos paramilitares o derechamente compromiso militar—, en lo económico y con una doctrina compartida (que no se desprecie este factor), lo demás carece de importancia; después de su propia desaparición vendrá un diluvio del que no les interesa saber nada. Es parte del “delirio americano” que explicó Carlos Granés. No es un patrimonio de nuestro continente, sino que toda sociedad humana es susceptible de caer en sus garras. Solo, ¿por qué nuestra América ha tenido una civilización política incompleta en 200 años de república? Tema crucial para pensarnos entre nosotros. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois